En la Europa de finales del siglo XIX se avecinaba una catástrofe. El delicado equilibrio de poder corría peligro tras el ascenso de los alemanes desde su unificación en 1871.
La guerra se acercaba, por lo que los Estados europeos se preparaban para el nuevo orden resultante de la misma. En este contexto, los únicos que se habían quedado fuera del juego eran los otomanos. Su ortodoxia, autoritarismo, atraso y corrupción habían provocado un proceso de deterioro que convirtió a uno de los imperios más grandes de Europa y Medio Oriente, en lo que el resto de las potencias europeas conocían como “el hombre enfermo de Europa”.
Y así fue, una vez que se firmaron los Tratados de Versalles en 1919, el Imperio Otomano fue desmembrado y repartido entre los ganadores de la Gran Guerra.
La situación actual de Venezuela es comparable a la del decadente Imperio Otomano. Claro, sin el mismo contexto de guerra o la misma extensión territorial de dominios. Pero, en cierta manera, la llegada de Chávez al poder en 1999 desencadenó en un nuevo imperio ideológico en América Latina.
El socialismo parecía llegar para quedarse, y aunado al aparente desarrollo que disfrutaron los países sudamericanos, la contraparte del neoliberalismo se había conformado sorpresivamente en una región despojada y abusada desde su pasado colonial.
Los discursos nacionalistas que hacían alusión a las intervenciones extranjeras, propios de siglos anteriores, se reprodujeron a principios de S. XXI. La izquierda latinoamericana, con sus esfuerzos de integración y unión, propagaban un fenómeno muy interesante que sorprendió a la comunidad internacional.
Pero el sueño revolucionario, como buena parte del proyecto socialista en ¿todo el mundo?, comenzó a desmoronarse. Y no, no fueron las tan temidas intervenciones yankees o el complot capitalista de los organismos financieros internacionales los culpables del asunto… fueron los mismos gobiernos y sus líderes.
Uno tras otro fueron cayendo. Los escándalos de corrupción de Lula Da Silva que le valieron una condena a 12 de años de cárcel en Brasil y el impeachement de Dilma Rousseff; la investigación en contra de la polémica Christina Fernández en Argentina; los recientes “hueveos” y abucheos para no permitir el regreso de Rafael Correa en Ecuador; y no olvidemos el triunfo del “no” para la reforma que llevaría a la reelección de Evo Morales en Bolivia (ignorado por el presidente y dispuesto a volver a postularse 2020).
Pero sin duda el caso más icónico es el de Venezuela, un país azotado por la corrupción, el autoritarismo, el atraso y ortodoxia ideológica… ¿Suena familiar? Sí, son los mismos adjetivos con los que califiqué al imperio otomano anteriormente. A esto se suman también la hambruna, la escasez y la crisis humanitaria en general que azota al pueblo venezolano… ¡En pleno 2018! En un país donde la democracia, que es la única que puede cambiar las cosas, se ve violentada todos los días, más recientemente con la prohibición a la oposición de presentarse a las elecciones como un frente unido (MUD) que pueda acabar con el absolutismo del tóxico chavismo.
La pregunta ya no es si el régimen de Nicolás Maduro caerá, sino cuándo lo hará. Sin embargo, el “hombre enfermo de América Latina” tendrá que caer por su propio peso, el del pueblo, si se desea obtener legitimidad. No se puede pensar en una intervención directa. Sólo los venezolanos podrán hacer la diferencia y reivindicar su lugar en el mundo.
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Alfonso Figueroa Saldaña es estudiante de Relaciones Internacionales en la BUAP. Ha hecho estudios de Ciencia Política en la Ludwig-Maximilians Universität München. Se interesa en temas de cooperación Alemania-México y política internacional.