El próximo 27 de febrero se conmemoran 40 años de la desaparición forzada de Benjamín Maldonado Santos, estudiante de medicina, militante popular y empleado de Correos de México.
Ese crimen se cometió en el contexto de la Guerra Sucia, de la cual son responsables tanto el Estado como el Partido Revolucionario Institucional, que en aquel momento se encontraba enquistado en el poder al igual que ahora.
Una desaparición forzada se comete con “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”, indica la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas.
Maldonado Santos fue secuestrado en su lugar de trabajo –la administración de correos 25, ubicada en Calzada de Tlalpan 705– por seis agentes de la Brigada Blanca (la desaparecida Dirección Federal de Seguridad, que fungía como policía política), recuerda la no gubernamental HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), capítulo México.
De acuerdo con la narración de su hermana Ofelia (La Jornada, 27 de febrero de 2008), “los agentes lo subieron a uno de los dos automóviles sin placas que traían y regresaron a las pocas horas para también desaparecer su automóvil”.
Así, 1978 marcaba para la familia Maldonado Santos una herida que jamás sanará. Herida que causó el Estado, obligado a garantizar la vida y seguridad de sus ciudadanos.
La carta de Ofelia explica que a partir de la desaparición forzada de su hermano, la familia comenzó una búsqueda intensa para encontrarlo.
“Tiempo después supimos que estaba en el Campo Militar número uno, pues la Dirección Federal de Seguridad, conocida como Brigada Blanca, lo tenía como centro de operaciones y durante su existencia contó siempre con el consentimiento presidencial de Luis Echeverría que, sabiendo de todas las infames injusticias de torturas que ahí se cometían, ni él ni ninguno de los procuradores de la República de aquel tiempo hicieran caso de las denuncias de nuestra familia, al igual que los presidentes de la República, y fallaron en todas sus promesas de campaña.”
La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México considera que “la desaparición forzada se ha usado a menudo como estrategia para infundir el terror en los ciudadanos. La sensación de inseguridad que esa práctica genera no se limita a los parientes próximos del desaparecido, sino que afecta a su comunidad y al conjunto de la sociedad”.
Terrorismo de Estado
Infundir el terror en los ciudadanos es característico de los regímenes autoritarios y funciona para múltiples propósitos, incluido el de la desmovilización social en tiempos donde se limitan todos los derechos y se rematan los bienes nacionales.
Por eso el terrorismo de Estado se inflige desde las instituciones y lo encabeza quien ostenta el máximo cargo público. Y en el caso de México, éste se ha instaurado desde hace años, décadas. Y de ello se desprende que los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional sean ya expertos en eso.
Durante su paso por la Presidencia de la República, ambos han cometido atrocidades inenarrables contra la sociedad, a la que se supone deberían servir.
Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, tortura, allanamientos, detenciones arbitrarias son apenas el inicio de una interminable lista de crímenes políticos que generan miles y miles de víctimas, sin que haya justicia. Las peores épocas han sido, sin duda, la Guerra Sucia –en las décadas de 1960 y 1970– y la mal llamada “guerra” contra el narcotráfico, que inició Felipe Calderón y de la que fue comparsa Margarita Zavala.
En la actualidad, el clímax de esa violencia parece no haber llegado todavía, pues cada vez se profundizan más las graves violaciones a derechos humanos.
El caso de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, desaparecidos el 26 de septiembre de 2014, es uno de los más emblemáticos ejemplos. En todo este tiempo, al gobierno no le ha importado el costo social de este crimen. Con cinismo, el propio presidente Enrique Peña ha declarado que los normalistas rurales están muertos, sin que presente prueba de ello.
Para la Oficina del Alto Comisionado, “la desaparición forzada se ha convertido en un problema mundial que no afecta únicamente a una región concreta del mundo. Las desapariciones forzadas, que en su día fueron principalmente el producto de las dictaduras militares, pueden perpetrarse hoy día en situaciones complejas de conflicto interno, especialmente como método de represión política de los oponentes”.
A la fecha, oficialmente se reconoce que hay más de 30 mil personas desaparecidas en México. El problema es que no existe una metodología para determinar cuántas de ésas son víctimas del crimen de lesa humanidad.
No obstante, por doquier se conocen casos de este tipo. Veracruz, Tamaulipas y Guerrero siguen siendo focos rojos, pues ahí se cometen con mayor frecuencia desapariciones forzadas.
Y al ser un tema estructural que involucra a la más alta esfera del poder público –al punto de convertirse en una política pública de facto–, su gravedad va más allá del hecho mismo: incluye todos los elementos de protección que se extienden a favor los perpetradores materiales e intelectuales.
Sólo así podemos entender los niveles de impunidad que se viven en este país. Ni el caso de Maldonado ni el de los 43 normalistas, y mucho menos el del resto de las víctimas, serán resueltos por los propios criminales en el poder. La voluntad política que se requiere para ello necesariamente debe venir de un gobierno democrático, que aún no tenemos.
Y aunque en nuestro círculo cercano no hayamos sufrido un dolor tan grande como el de una desaparición, demandar justicia por las víctimas es lo mínimo que podemos hacer. Para estos crímenes de Estado, ni perdón ni olvido.