En México, el gobierno es sin duda el actor más especializado en espionaje, sobre todo en el de carácter político. Tan sólo en este sexenio se han documentado casos graves de intromisión, como el practicado sistemáticamente contra periodistas, defensores de los derechos humanos y activistas.
Además están los casos de políticos, cuyas conversaciones privadas acaban filtrándose a la prensa para dañarles en su imagen o aspiraciones o ambas; e incluso de artistas y actores con alta exposición pública que son críticos al gobierno, a quienes se les desprestigia mediáticamente para “contener” su participación en la vida pública.
Aunque el espionaje sea algo cotidiano y, cuando se revela, su censura vaya cayendo en el olvido con el paso de los días, los mexicanos debemos tener claridad de que es un grave abuso de poder y una violación a los derechos humanos intolerable.
Y es que transgrede la vida privada no sólo de la víctima directa, sino de todos aquellos que participan en su entorno: familia, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, colegas, etcétera.
La gravedad de este tipo de espionaje es que implica la intervención de las comunicaciones (incluidas las conversaciones cara a cara y toda la mensajería digital); así como el seguimiento sistemático del “objetivo”, con un registro pormenorizado de su cotidianidad, su trabajo y sus rutinas, y que incluye evidencia fotográfica de ello.
Los niveles de invasión a la privacidad dependen de quién espía y con qué objetivo: no es lo mismo el trabajo de un agente civil que de un militar. Ello no sólo por el tipo de capacitación que cada uno tiene, sino también por el tipo de tecnología que posee para estos fines.
Para nadie es un secreto que en manos del Ejército y la Marina están las tecnologías más avanzadas e intrusivas de espionaje (la Plataforma Pegasus es sólo un ejemplo), a pesar de que hasta antes de diciembre de 2017 no tenían facultades para realizar labores de vigilancia.
Pero las cosas han cambiado con la aprobación de la Ley de Seguridad Interior, que ahora permite abiertamente a la milicia realizar estas actividades violatorias de los derechos humanos a la vida; a la privacidad; a las libertades de reunión, tránsito y expresión; a la protección de los datos personales; a la inviolabilidad de las comunicaciones, etcétera.
En los peores casos, el espionaje político sirve para eliminar al “objetivo” (recuérdense las muertes supuestamente “accidentales” de actores políticos –como Manuel Clouthier– en momentos críticos).
Por eso, el espionaje político daña severamente las bases democráticas –aún incipientes– del país. De hecho, es una característica de los regímenes dictatoriales, por la enorme cadena de violaciones que implica así como los objetivos para los que se emplea.
Espionaje a indígenas
Desde la llamada Guerra Sucia, el espionaje político tiene un especial uso para desactivar las movilizaciones sociales y hacer frente al descontento de las mayorías, atacando a los actores más visibles y, con ello, generando “lecciones” disuasivas para el resto.
No por nada los movimientos sociales figuran en la lista de las 10 principales “amenazas” a la seguridad nacional, según el actual gobierno de Enrique Peña; tal como lo establece la Agenda Nacional de Riesgos, documento altamente confidencial elaborado por los aparatos de seguridad.
Por ello, el seguimiento a éstos es permanente. Y ahora con la Ley de Seguridad Interior, no podemos esperar otra cosa que no sea un uso mucho más agresivo del espionaje con fines políticos y de grupo.
Ejemplo de ello es la denuncia hecha a fines de marzo por el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba), respecto de la vigilancia del Ejército a comunidades organizadas de Chiapas.
Específicamente el Frayba señala actos de espionaje por parte de la Secretaría de la Defensa Nacional contra 120 comunidades y ejidos tseltales, choles, tsostiles, zoques y mestizos, que conforman la Organización Pueblos Autónomos en Defensa de los Usos y Costumbres.
Durante una de sus movilizaciones, esos pueblos detectaron la presencia de al menos un militar que, vestido de civil, se infiltró para tomar registro directo de sus actividades.
El Frayba no sólo documentó esta vigilancia, sino también diversos hostigamientos, intimidaciones, amenazas y criminalización contra los indígenas, lo que a su juicio pone en riesgo sus vidas y su libertad.
Según sus informaciones, con el pretexto de aplicar la Ley de Seguridad Interior y “combatir a la delincuencia”, comunidades que viven sobre la carretera fronteriza Sur –en los municipios chiapanecos de Palenque, Ocosingo, Chilón y La Libertad– han sido violentados en su derecho a la seguridad e integridad personal por elementos del 18 Batallón de Infantería, del Ejército Mexicano, con sede en Tenosique, Tabasco.
Y aunque desde el levantamiento zapatista los indígenas han sido permanentemente asediados, no debe dejarnos de sorprender e indignar la facilidad con la cual las autoridades civiles y militares cometen este tipo de violaciones, ahora amparadas en la Ley de Seguridad Interior.
Para el Frayba, “los pueblos originarios en la zona Norte fronteriza de Chiapas viven en constante tensión, no sólo porque no pueden transportarse libremente sino porque tienen temor de detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones forzadas. Es alarmante el incremento de los posicionamientos militares en los municipios de Palenque, Ocosingo y en las regiones fronterizas del estado, lo cual está ocasionando impactos sicológicos hacia las comunidades mayoritariamente indígenas”.
Para el Frayba, “la Ley de Seguridad Interior asegura la continuidad y profundización de la violencia, la agudización de la crisis de derechos humanos, así como de la impunidad, aumentando las violaciones a derechos humanos cometidas por militares”.
Y resume perfectamente lo que ya nos empieza a ocurrir por este nuevo marco legal: “Estamos viendo emerger –bajo la absurda legalidad– un Estado mexicano criminal bajo la mano dura de la dictadura militar, contraviniendo de principio todos los instrumentos internacionales de derechos humanos”.
Y éste es, apenas, el principio de la aplicación del espionaje político legal del aparato militar.