En la recta final de la contienda, inopinadamente, el debate de mayor relevancia apunta hacia la capacidad predictiva de las encuestas. Y se entiende por qué. Con independencia del rango entre AMLO y el segundo lugar, el consenso es que hay un puntero y que la distancia anda entre los 10 y los 25 puntos porcentuales.

En cualquier lugar del mundo, una métrica de este punto conduciría a la conclusión de que, con un grado altísimo de probabilidad, el desenlace está definido y que sólo es cuestión de tiempo para formalizarlo. Pero esto es México y aquí el surrealismo es una práctica costumbrista.

En el preludio de una derrota con tintes históricos, incluso catastróficos, Meade y Anaya, los aun suspirantes, se empecinan en sostener sus respectivas narrativas de que “hay tiempo para remontar” y “derrotarán a AMLO”, para lo cual apelan a sofisticados argumentos de cómo y por qué los ingredientes de la “no-respuesta” y “los indecisos” ofrecen margen suficiente para pensar que la jornada comicial ofrece la posibilidad de la remontada.

Por compasión con los seguros perdedores, no entraré en detalles sobre la inconsistencia de sus argumentaciones. Más aún, hasta haré el máximo esfuerzo por darles la razón en que se están comportando de la manera políticamente correcta, para evitar una derrota todavía más dramática.

En un clima de tamaña polarización, la indisposición de Meade y Anaya a aceptar que las tendencias son apabullantes y en su contra, sin lugar a dudas, puede tener consecuencias poco deseables. Así, se entiende que pedirles prudencia suena un tanto descabellado.

Mientras eso sucede, en otros frentes el debate ha dado un giro interesante. Para no ir lejos, el historiador Krauze, un opositor a AMLO, lanzó a los simpatizantes de éste un llamado singular y, sin duda, digno de reflexión: ejercer el voto diferenciado, es decir, asumiendo la inevitabilidad de su triunfo, votar por candidatos ajenos a su coalición para los escaños en el Poder Legislativo.

El propósito explícito de su petición es simple de enunciar: evitar los riesgos y los costos de que AMLO, el virtual presidente, disponga del control mayoritario del Poder Legislativo.

Si el problema fuese sólo teórico, y el dilema para los simpatizantes de AMLO fuese o una presidencia con contrapeso legislativo, o una presidencia con amplio margen para tomar decisiones, la respuesta sería simple: en un régimen presidencialista, por definición, siempre será preferible un gobierno con contrapesos.

El problema con la propuesta de Krauze es que no estamos lidiando con un problema teórico, sino con uno práctico y, además, de urgente resolución. Para muchos de los problemas públicos por resolver en el México actual, entre ellos el combate a la corrupción, a la inseguridad pública y a las desigualdades sociales, es poco realista pensar en soluciones graduales y en que existe tiempo de sobra para el ensayo y el error.

Más consistente con los hechos es asumir sin cortapisas que, o se interviene en ellos de manera drástica, puntual e inmediata, o se opta por una estrategia de capitulación.

Para quienes asumimos el diagnóstico de que México necesita una sacudida radical, y no estrategias timoratas de administración de las múltiples crisis, tiene poco sentido la interpelación lanzada por Krauze. ¿Qué sentido tendría arribar a un arreglo en el cual se construyera un balance entre AMLO y sus opositores, los defensores del régimen de privilegios y del arreglo que tan malas cuentas ha ofrecido a los mexicanos?

Más consistente con la postura del impulso al cambio radical resulta optar por la apuesta de construcción de una coalición mayoritaria y homogénea en los poderes ejecutivo y legislativo.

Fuera de discusión está el debate de si existen o no riesgos en la constitución de una fuerza monolítica, articulada en torno a la voluntad carismática de AMLO. Porque, sin necesidad de abundar en detalles, los riesgos existen.

En este contexto, para decirlo sin rodeos, el dilema no estriba en elegir entre un escenario libre de riesgos y otro rebosante de ellos. Lo que está a la elección es, o el escenario de riesgos de un gobierno federal dividido, con candados y restricciones a la voluntad de AMLO, que puede devenir en parálisis; o un escenario con el control mayoritario de AMLO, con escasez de contrapesos y máximas oportunidades de promover cambios, pero con probabilidades de incurrir en errores o excesos.

A propósito de ello, y salvas las diferencias, una lección digna de tenerse en cuenta es la proveniente de la etapa de la primera alternancia (2000-2012), en la que los gobiernos de Fox y Calderón, más allá de que cuando pudieron no quisieron y cuando quisieron no pudieron, no lograron superar los escollos de las oposiciones en el congreso federal y en los congresos locales a sus afanes de promover los cambios estructurales.

Luego de las frustraciones por las alternancias del PRI al PAN y del PAN al PRI, la pregunta para Krauze es ¿por qué preferir un escenario en el que se privilegia el control al presidente en turno que uno en el que se privilegia su empoderamiento?

Ciertamente, las dudas serían menores o irrelevantes en el eventual escenario de que AMLO padeciese un disturbio de sus facultades mentales, es decir, que fuese el loco peligroso que anida en las fantasías de sus opositores. Porque, en ese caso específico, no habría elementos para regatear a Krauze el valor de su propuesta.

Como no es el caso, quizás Krause y los opositores a AMLO deban prepararse para lidiar con el escenario de su peor pesadilla, de tal suerte que no estaría de más que usaran sus energías para erigir una oposición constructiva y no una medrosa y alimentada por sus fantasías infantiles.

*Analista político

@franbedolla