Salvo en las encuestas patito, hechas para el consumo interno de Meade y Anaya, las encuestadoras mejor posicionadas coinciden en que la ventaja del puntero, AMLO, respecto de su más cercano competidor, Anaya, es de dos dígitos.

Para efectos prácticos, tomando como referencia el margen de error de 3.5 puntos porcentuales, en el escenario óptimo de un voto útil masificado a favor de quien estuviera en segundo lugar, la distancia podría reducirse hasta en siete puntos. Lo que en buena lógica significa que a cinco días de la jornada comicial estamos frente a una tendencia estadísticamente irreversible.

Sin menoscabo de ello, es innegable que el clima político acusa una calma tensa, en buena medida propiciada por las exclamaciones de fe guadalupana de Meade sobre las posibilidades de que el elector experimente un cambio abrupto de parecer al estar frente a las urnas, o fe futbolera de Anaya de que un eventual triunfo de México sobre Suecia aliente el voto anti-AMLO.

En medio de todo ello, amplias franjas del electorado lidian con la incertidumbre de si podría o no materializarse un operativo fraudulento de tal proporción que implicara una reversión de las tendencias actuales.

Existen buenas razones para no desechar tan fácilmente dichas inquietudes. La historia electoral del presente siglo ofrece evidencia sobrada sobre la existencia de maquinarias sofisticadas de coacción del voto y acarreo de electores el día de la jornada electoral, pomposamente denominadas estructuras de promoción del voto, de las cuales echan mano los partidos políticos.

A propósito de lo anterior, sería ingenuo suponer que dichas maquinarias desaparecieron como por arte de magia y que la jornada electoral será ejemplo de civilidad.

Igualmente cierto resulta que esta vez la cantidad de votos que se requeriría coaccionar y acarrear sería de tal magnitud (quizás el equivalente a unos seis un ocho puntos porcentuales, entre 5 y siete millones de votantes) que, aún en el caso de que hubiese dinero suficiente para financiar en “cash” tamaño operativo, lo más seguro es que rebasaría las capacidades organizativas disponibles.

Peor aún, si una movilización de esa magnitud fuese viable técnica y financieramente, su operación tendría que hacerse a cielo abierto, es decir, prescindiendo del cuidado de las formas.

Adicionalmente, es de suponer que los incentivos de quienes financian la compra y el acarreo de votos han ido a la baja. Como actores racionales que son, seguramente entienden y asumen que es poco redituable invertir en un negocio con tan pocas oportunidades de prosperar.

El mapacheo esperable, de este modo, habrá de enfocarse en el plano de las contiendas locales, con especial énfasis en los distritos, municipios y entidades federativas en los que existe competencia cerrada entre el primero y el segundo lugar.

Dicho sin rodeos, si algún interés hubiera para prevenir y sancionar los delitos electorales, Puebla, Veracruz y Yucatán ofrecen oportunidades inmejorables para intervenir.

En tal contexto, un motivo para estar de plácemes es que el resultado de la elección presidencial podrá sostenerse por sí mismo, sin necesidad de apelar a los buenos oficios de un súper árbitro y un súper juez electoral, que no los hay.

En esta ocasión, por más dramático que parezca, lo cierto es que la legitimidad de los resultados electorales será con cargo a la abundancia de votos a favor del candidato opositor.

La magnitud del drama es fácil de esbozar mediante una simple pregunta: ¿qué tan aceptable y creíble resultaría para el elector promedio mexicano que la autoridad electoral diera la noticia de que los resultados fueron desfavorables al hoy candidato puntero?

Hoy, como sucedió en las elecciones presidenciales de 2006 y 2012, es pertinente hacerse cargo de la urgencia de contar con un marco institucional apto para procesar en clave democrática las diferencias políticas.

Ciertamente, el próximo domingo habrá compra y acarreo de votantes al por mayor. Las autoridades electorales, particularmente el Instituto Nacional Electoral, operarán bajo la consigna de practicar la ceguera ante las irregularidades que suceden en el entorno de las casillas y en el entendido de que su labor se reduce a la admisión y el cómputo de los votos.

Es insoslayable hacerse cargo de que la alternancia por ocurrir tendrá lugar pese a la intervención defectuosa de las autoridades electorales y por efecto de un ajuste de cuentas del electorado hacia la plutocracia rapaz.

Lo que el próximo 1 de julio habremos de testificar es la derrota de un modelo de competencia política basado en la compra-coacción-acarreo de votantes a manos de una amplia mayoría de electores dispuesta a apostar por el candidato que mejor aprovechó para colocarse como la esperanza de que un cambio positivo es posible para nuestro país.

Lo que viene por delante es una transición inédita de poderes, con todo lo que ello implica, y el desafío de superar la polaridad. Las expectativas sobre la gestión de AMLO son altas y de enorme complejidad. Nos rondan las sombras del desencanto con Fox y la primera transición.

*Analista político

@franbedolla