Aun cuando estamos a unos pocos días en que se produzca las elecciones en México para buscar al sucesor del actual presidente Enrique Peña Nieto, también se votarán por candidatos a gobernadores, senadores, diputados, alcaldes, regidores, concejales y otras autoridades, convirtiendo en uno de los procesos electivos más complejos de su historia reciente pues, según el Instituto Nacional Electoral (INE), la contienda es sobre 18,311 cargos públicos; de manera que la disputa es encarnizada e, incluso, hasta sangrienta en algunos zonas del país.

Desde los iniciales sondeos de las principales empresas encuestadoras se ha venido revelando que Andrés Manuel López Obrador, un ya experimentado político de la izquierda mexicana y dos veces candidato a la presidencia, sería el probable sucesor de Peña Nieto y quien desde el inició de su campaña ha tenido un discurso apegado a la retórica donde viene echándole la culpa al modelo económico neoliberal como la causa de los males que aquejan al Estado y que sería al adversario que habría que subyugar y reemplazar.

A criterio de López Obrador, el padecimiento de la crisis económica, el colapso del bienestar social, la corrupción política, la inseguridad y la enorme violencia, sería el resultado de aquel neoliberalismo implantado desde hace algunas décadas. Así, apelando a la emocionalidad de los auditorios, sus discursos -evocando los nombres de turbios políticos, como el caso del expresidente priista Carlos Salinas, como entre otros- han logrado encausar el enojo de los ciudadanos con relatos existencialistas como en una especie de pugna entre lo bueno y lo malo, y señalando que los defensores del vigente modelo económico se han circunscrito sólo a grupos de élite excluyendo a las grandes mayorías del país.

La idea que el candidato López Obrador ha venido imponiendo a sus oyentes es una especie de proclama de separar el poder económico del poder político, como si ellos fueran incompatibles e inconciliables.

El lenguaje excesivamente populista que tilda a las élites políticas y económicas como absolutamente corruptas negando a cualquier otro adversario alguna legitimidad democrática para conducir los destinos de ese país, desacreditándolos como personas “ligados a la mafia del poder”, como alguna vez señaló en uno de sus alocuciones públicas, los convertirían inexorablemente en inmorales e incapaces a dirigir los destinos de la nación.

La estrategia discursiva de crear un antagonismo creciente del ciudadano frente a la aun delicada situación económica y extrema violencia de las mafias del narcotráfico, ha sido distanciarse de las posiciones moderadas pretendiendo hacer creer al votante que en la Política existen dos principios contrarios y eternos que luchan entre sí: el bien y el mal.

El discurso populista que López Obrador apela directamente a las emociones del auditorio en detrimento de una moderada reflexión ha venido rentabilizándole muchísimo para su preferencia en la campaña; pero con el enorme riesgo que la opinión pública se convierta, luego, en el instrumento de una debilidad de gobierno causada por las exageradas expectativas en las arengas que acabaría por disociarse del mismo apoyo popular que lo pudiera llevarlo a la presidencia.

La apuesta a que este candidato apela para ganar la contienda electoral puede constituir, a la vuelta de la esquina, en un amenazador boomerang de asirse la banda presidencial al no poder virar inmediatamente a otro modelo económico y cumplir rápidamente sus promesas de campaña.

 

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