Los dos formaron parte de los vencedores en la Segunda Guerra Mundial pero nunca fueron aliados por simbiosis, si no por interés natural, de aniquilar el avance en las ambiciones de dominar territorios por parte de Alemania, Italia y Japón.

De hecho, históricamente, esta gran conflagración podría haber concluido un año y medio antes (evitando  muchas pérdidas en vidas humanas) pero Winston Churchill, primer ministro de Reino Unido, recelaba a más no poder del ruso Iósif Stalin porque temía que, una vez alcanzado suelo europeo y minado el poderío de Hitler, el apetito del dictador no se contuviera y terminase arrasando con Europa bajo su bota.

Al final se unieron para derrocar a los agresores, empero, una vez concluida la guerra, el mundo bipolar quedó dividido en dos bloques ideológicos, y por ende confrontados: los buenos y los malos -se nos dijo- aunque unidos contuvieron a los fascistas.

En ese mundo de dos colores se gestó lo que somos como aldea global hasta nuestros días, y en ese pesebre de confrontaciones nació la Guerra Fría que ha sostenido –también hasta nuestros días- buena parte de la dialéctica de las relaciones internacionales de norteamericanos y rusos.

Y actualmente ambas son las dos más grandes potencias nucleares de todos los tiempos, como afirmó en la Cumbre de Helsinki, Donald Trump, presidente de Estados Unidos ante su homólogo ruso, Vladimir Putin.

“Nosotros somos las dos grandes potencias nucleares, tenemos el 90% del arsenal nuclear, y eso no es bueno, es una cosa mala; yo creo, yo deseo, que podamos hacer algo porque no es una fuerza positiva… es una fuerza negativa”, soltó Trump a bocajarro.

Si el mandatario estadounidense defendió que “el mundo quiere que nos llevemos bien” en alusión a la relación de la Unión Americana con Rusia, su antagonista de nuestra historia contemporánea emitió la conclusión más contundente del evento: “La Guerra Fría terminó hoy ya no hay más confrontaciones ideológicas eso está en el pasado, ahora hay nuevos desafíos globales”.

 

A COLACIÓN

Hace dos décadas hubiese sido imposible ver a la Unión Europea (UE) buscar el cobijo geoeconómico de China y de otros países de Asia, como, por ejemplo, Japón.

También hubiese sido inimaginable siquiera que Estados Unidos buscase a Rusia como aliado; empero, el actual inquilino de la Casa Blanca ha girado la manivela del (des)equilibrio global con una rapidez inusitada: en menos de una semana, la UE pasó de ser su tradicional aliado heredado como fuerza protagónica de la Segunda Guerra Mundial, a quedar reducido a nuevo “enemigo” de la potencia norteamericana, en palabras textuales de Trump.

En días, Trump ha deconstruido y destruido el arquetipo herencia de la posguerra, su retórica inflamable pasa por hacer de los tradicionales aliados a sus nuevos antagonistas y viceversa.

Como era de esperarse ayer la prensa europea se devoró literalmente al estadounidense, lo ridiculizó hasta la saciedad, convirtiéndolo en un editorial mordaz para la posteridad cargado de ironía; lo de menos es que lo sitúen a nivel de bufón o de títere de Putin.

Lo más relevante es que está cediendo y concediendo Trump en el espacio de reparto de poder concéntrico entre las potencias al otro; qué pasará con el desequilibrio global y las zonas de influencia primordialmente en áreas calientes como Medio Oriente.

Tanto Estados Unidos como Rusia mantienen intereses en Siria, quieren su influencia en Medio Oriente y en Asia; tan es así que no se ponen de acuerdo en coadyuvar a la pacificación de Siria lo único que los une en ese sentido es frenar el avance del Estado Islámico.

Aunque ninguno de los dos habla de lo que verdaderamente quieren que es el control del petróleo, el gas, los yacimientos minero-metalúrgicos sirios y de paso, por qué no, dominar la zona. El único punto de comunión pasa por, ambos lados, en fortalecer a Israel como estrategia toral en busca de un difícil camino de paz en la región y de equilibrio.

¿Difícil? Sí, lo es, en la medida que no es únicamente Siria sino la lamentable situación humanitaria y de los derechos humanos de los palestinos en Gaza y en Cisjordania aunada a la provocación norteamericana por reconocer que Jerusalén es la capital de Israel obviando los acuerdos internacionales y a la propia ONU.

Sólo un tonto querría la guerra o vivir en un mundo de tensiones permanentes, pero tampoco queremos un reparto de territorios entre dos ambiciosos voraces que para no rasguñarse mutuamente puedan terminar decidiendo lo que a cada uno le toca mientras se comen un plato de salmón, y con el resto del mundo como su postre favorito.

 

 

Directora de Conexión Hispanoamérica, economista experta en periodismo económico y escritora de temas internacionales

@claudialunapale