El tren Maya ha sido señalado por AMLO como una de las prioridades de su gobierno. Incluso, para salir al paso de posibles objeciones, el presidente electo ha aseverado públicamente que se trata de una obra con impactos sociales y ambientales mínimos, en virtud de lo cual no aprecia razones para pensar u obrar en sentido contrario.

Tras esas declaraciones, la pregunta obligada es, ¿cómo sabe AMLO que el citado proyecto resulta de bajo impacto, es decir, que las huellas en el medio ambiente y el tejido social serían mínimas o hasta irrelevantes?

De acuerdo a sus estimaciones y las de su equipo, la inversión para su construcción ronda los 500 mil millones de pesos. Por la sola magnitud del volumen financiero de la obra, salvo mejor información, la hipótesis fuerte apunta en sentido contrario. Es muy difícil, por no decir imposible, emprender una transformación de tal envergadura a poco costo y daños reducidos en el medio ambiente y las poblaciones asentadas en su paso.

Por lo que bien se sabe, el proyecto contempla el paso por selvas y bosques en las que hoy se asientan un sinnúmero de naciones indígenas y pueblos originarios, que suponen afectaciones de diversas magnitudes y complejidades.

En el caso de los recursos comunes ambientales, no se trata solamente de la superficie que sería devastada por el paso del tren, sino de los impactos progresivos de mediano y largo plazo. Una vez abierta la ruta, de acuerdo a las reglas de experiencia, las probabilidades de destrucción crecerían exponencialmente.

En el caso del tejido social, la situación luce igualmente delicada, con riesgos altos de detonar en el corto plazo conflictos sociales. En el fondo, esto involucra de modo directo la protección y defensa de los derechos humanos de las naciones y pueblos indígenas asentados originalmente. Para no hacer la lista larga, entran aquí en juego, caso por caso, los derechos a la autodeterminación y la preservación de la cultura y la identidad de los naciones y comunidades indígenas.

Para responder sobre los potenciales impactos socio-ambientales, la comunidad internacional ha impulsado las figuras de las evaluaciones de impacto ambiental y de impacto social, que aplican como pasos previos al arranque de cualesquier proyectos de inversión.

Hasta hoy, las evaluaciones de impacto ambiental se basan en mediciones estandarizadas y protocolos que por lo general superan los afanes de “objetividad”, que no siempre les exentan del reclamo de incurrir en sesgos. Un buen ejemplo de ello es nuevo aeropuerto de la CDMX, cuyos estudios y mediciones se encuentran hoy a debate.

Las evaluaciones de impacto social son una historia distinta y muy peculiar. Al respecto, el referente más radical sigue siendo el Acuerdo 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que prioriza los derechos humanos de los afectados, obliga a los promotores-inversionistas a la realización de consultas de carácter vinculatorio y, de pasar la prueba del licenciamiento social, establece la obligación de impulsar proyectos de inversión para el desarrollo comunitario.

México, por cierto, desde 1989 es uno de los países signatarios de dicho Acuerdo, que hoy goza de valor constitucional, por involucrar derechos humanos. Ciertamente, el texto constitucional restringe la realización de evaluaciones de impacto social a los proyectos de inversión en el sector energético, y deja en el aire todo lo demás, incluyendo al sector de comunicaciones y transportes.

Con su postura sobre la consulta a los pobladores de Texcoco, para definir el futuro del nuevo aeropuerto de la CDMX, AMLO pone el dedo en la llaga sobre este vacío que fue muy mal gestionado por los actuales responsables del proyecto. Tan cierto como ello resulta que, en el caso del tren maya, él está a punto de incurrir en el mismo yerro que sus antecesores: soslayar la consulta previa, obtener la licencia social de las naciones y comunidades indígenas, y disponer de un plan de desarrollo para las comunidades afectadas.

Salvo mejor información, todo indica que la iniciativa del tren maya no se ha sometido ni someramente a las pruebas de los ácidos de la evaluación de los impactos ambientales y sociales, en virtud de lo cual se asienta en las arenas movedizas de la falta de factibilidad ambiental, ética y política.

No está a discusión, quede claro, la necesidad de emprender proyectos detonantes del desarrollo económico en el sureste mexicano, la región más deprimida y con mayores índices de pobreza y rezago en el país. Tampoco está en duda la legitimidad y el peso político de la voluntad de un presidente con más de 30 millones de votos (incluido el mío). Mucho menos está en tela de juicio la honradez y honorabilidad de AMLO ni de su conexión y conocimiento a ras de tierra de la realidad nacional.

Conviene, eso sí, llamar la atención sobre los hechos de que AMLO no es un experto observador de los impactos ambientales ni tampoco, en su largo andar por los pueblos y comunidades de los municipios del país, realizó algo parecido a una consulta sobre la realización del tren maya. Su capital político no es directamente traducible a un cheque en blanco para emprender transformaciones que podrían ser altamente lesivas para el medio ambiente y los derechos humanos de los afectados directamente.

Con el debido respeto a su investidura, sus declaraciones de que los impactos serían mínimos no suplen los rendimientos de las buenas prácticas internacionales de involucrar participativamente a las víctimas de los impactos socio-ambientales. Afirmar antes de consultar que una mega-obra va, es tanto como poner la carreta delante de los bueyes.

En suma, de no gestionarse adecuadamente las evaluaciones de impacto socio-ambiental, las probabilidades de conflictos e insurrecciones son elevadísimas, al igual que los costos a pagar ante esa eventualidad. Haría muy bien AMLO en someterse a su máxima de que “el pueblo manda”. He aquí la clave de un gobierno socialmente responsable.