El reclamo airado de los lugareños de Baja California Sur en contra del proyecto de explotación a cielo abierto de la mina La Cardona durante la gira de AMLO es apenas un magro episodio dentro de la lista interminable de desencuentros entre los mega-inversionistas (nacionales y extranjeros) y las poblaciones arraigadas en las áreas de impacto directo.
Largas décadas de la historia nacional son mudo testigo del origen pecaminoso de los mega-proyectos a lo largo y ancho del territorio nacional, casi siempre violatorios de los derechos humanos de las comunidades y pueblos originarios, que contaron con la complacencia o el apoyo activo de los gobiernos locales y federal, siempre sensibles a las señales del mercado y a las canonjías recibidas por los apoyos prestados.
Un parteaguas en esta truculenta historia es el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), signado por el gobierno mexicano en 1989, que prescribe la consulta previa bajo premisas de información suficiente, pertinente, plural y objetiva sobre los alcances e impactos de los proyectos de inversión, y el derecho de veto de los afectados.
La propuesta de bote-pronto del candidato electo, aplaudida y vitoreada como fue, deja más dudas que respuestas. El problema dista mucho de encontrar solución apelando al comodín de “organizar una consulta pública”, para darle legitimidad a la decisión.
Como bien se sabe, la cuestión crucial en el diseño de una consulta (lo mismo que en el de una investigación científica) estriba en cómo se construye el problema a resolver y en cómo se formulan y eligen la o las pregunta a contestar.
Ignoro los detalles específicos del origen del conflicto en ciernes entre el establecimiento minero de La Cardona y los pobladores de Baja California Sur, pero a juzgar por el enojo social lo más probable es que se haya producido un contubernio entre autoridades gubernamentales e inversionistas, a fin de evitar la organización del proceso de consulta previa, bajo los protocolos internacionales; o simularla.
A “toro pasado”, como se dice coloquialmente, el panorama luce distinto. Si hoy mismo la pregunta fuese, ¿está usted de acuerdo con la continuación del proyecto La Cardona?, la respuesta colectiva apunta a una negativa contundente; y se entiende por qué: no se les consultó.
El problema, sin embargo, no puede ni debe reducirse a la cuestión de legitimidad o aprobación mayoritaria del proyecto, que en este momento estaría descartada, sino a la búsqueda más compleja y orientadora: el desarrollo sostenible. Salvo mayor información, la cancelación del proyecto podría implicar no sólo pérdidas económicas para los inversionistas sino también desperdicio de oportunidades de bienestar para las comunidades y lugareños.
En tales circunstancias, si el problema práctico a resolver fuese la evaluación de las posibilidades de continuar con el proyecto minero La Cardona, bajo un apego estricto a la salvaguarda de los derechos humanos, la deliberación pública e informada, la libre autodeterminación de los lugareños y el compromiso explícito de los inversionistas a impulsar un plan de inversión social consensuado, la pregunta relevante sería, ¿está usted de acuerdo en que se someta a un proceso de consulta y evaluación pública libre e informada la viabilidad de La Cardona, en el entendido de que corresponde a los habitantes la última decisión sobre continuar o no?
Por desgracia, los síntomas de que AMLO y su equipo se están viendo rebasados por las protestas sociales, la mayor parte de ellas legítimas, provocadas por el impulso atropellado de los proyectos de inversión. Prueba irrefutable de ello son las recientes declaraciones de Jiménez Espriú, próximo titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en el sentido de que no tiene idea de cómo llevar a cabo la consulta pública para dirimir el futuro del nuevo aeropuerto de la CDMX.
Ante la falta de una visión estratégica para incidir en los conflictos en marcha, el peor escenario para AMLO es optar por la salida fácil de que “el pueblo decida”, sin el debido cuidado de que el organizador de las consultas tiene la oportunidad y, a la vez, la responsabilidad de delinear el problema e influir en la confección de las preguntas.
Provenimos de una larga tradición plutocrática, en la que las elites gubernamentales entendieron que su papel estaba del lado de los empresarios, cuyas consecuencias están a la vista y comienzan a aflorar por doquier: procesos de resistencia social a proyectos de inversión futuros o en marcha, que elevan los riesgos e incluso ponen en peligro su continuidad.
Huelga decir que es alta la tentación del gobierno electo de combarse al lado extremo y encarnar un gobierno tipo Robin Hood, que opte por resarcir los ánimos de venganza por los atropellos. El clima social, ni duda cabe, apunta hacia el criterio de máxima legitimidad de las decisiones colectivas.
De cara a los riesgos de simplificación, urge al gobierno electo una estrategia coyuntural proactiva de incidencia en los conflictos empresarios-comunidades asentada en el entendido de que el objetivo prioritario es promover el desarrollo sostenible. De más largo aliento, la estrategia ha de apuntar a un marco legal e institucional que regule e instrumente las evaluaciones de impacto social (diagnósticos y planes de desarrollo comunitario) y las haga obligatorias sin restricción de sectores o giros.
Hasta ahora, el vacío de propuestas para gestionar conflictos y riesgos en áreas sensibles expresa una debilidad fuerte en el nuevo gobierno. Se ha visto en el desarrollo de los diálogos por la paz y se ve en el nuevo aeropuerto.
Bienvenidas las consultas públicas. Es tiempo de asumir que éstas distan de ser neutras y, en consecuencia, que es necesario abrir a debate sus entendidos sobre sus objetivos y valores, así como sus medios técnicos (las preguntas).
* Analista político
* Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo A. C.