El camino que conduce al nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México (NAICM) sigue haciendo relucir los peores defectos del gobierno saliente: corrupción, conflictos de interés, manejos turbios, dolo, ignorancia, soberbia y… paremos de contar. Al detalle, la lista sería interminable.

Asumiendo la perspectiva del gobierno entrante, el NAICM luce las condiciones de un terreno minado por el que inexorablemente debe andar, habida cuenta de que se trata de uno de los temas y promesas torales de la campaña del presidente electo.

La cereza en este pastel explosivo es el encuentro entre las falacias de soporte a las posturas políticas en pro y en contra del proyecto en curso. Del lado de AMLO, el elemento a considerar es su profesión por la creencia en que “el pueblo, sabio como es, no se equivoca”; y en el lado de sus opositores, es su apego a la creencia de que, por propia naturaleza, hay problemas técnicos, sólo para especialistas; y problemas políticos, en los que es bienvenida la participación de los legos.

Desde la perspectiva de AMLO y sus huestes, así, la salida congruente, incluso idónea, al conflictivo proyecto del NAICM es la consulta pública. De hecho, ya hasta pusieron las cartas y los tiempos sobre la mesa: o reacondicionamiento de los aeropuertos de Toluca y la CDMX y creación de dos pistas en la base de Santa Lucía, o continuación del NAICM. Tal es el dilema a resolver entre el 25 y el 28 de octubre.

Desde la perspectiva de sus opositores estándar, con el proyecto en un 30% de avance y las opiniones técnicas de especialistas reputados, la consulta pública es un despropósito mayúsculo. Porque, a final de cuentas, ello supone trasladar al campo de los desinformados una decisión de “naturaleza técnica” y, obvio, de gran importancia para el desarrollo nacional.

En medio de una disputa que moviliza falacias, sería lamentable suponer que hay una menos peor y salir a su encuentro o en su defensa. Hay riesgos y peligros tremendos en ambos lados de la disputa, que yacen detrás de las cualidades que en efecto lucen.

La creencia en que el pueblo es sabio y puede hacerse cargo de los asuntos públicos yace en el corazón mismo del modelo democrático. Deslindarse a rajatabla de ella es tanto como escupir hacia arriba. En el caso de los cultivadores del enfoque de política pública, el problema del escupitajo es todavía mayor, salvo que se acojan a la más sofisticada falacia de que éste puede practicarse al margen del público la política pública.

El exceso de confianza de AMLO en la sabiduría popular confiere fortaleza al reclamo de que los ciudadanos promedio distan mucho del ideal de información pertinente y suficiente como para construir un juicio racional y razonablemente fundado sobre la opción que mejor responde al interés público.

Por su parte, el aprecio excesivo del homo academicus en los grados y títulos académicos y el menosprecio de los ilustrados por la inteligencia individual y colectiva, por lo general ajena a la escolaridad, se construyen como debilidad extrema (probablemente de estirpe clasista) frente a la narrativa vindicatoria ad populum del presidente electo.

En tales circunstancias, AMLO tiene la razón en su desmedida confianza de que el pueblo sabio se adecuará a la decisión que el prefiere y espera. Por su parte, sus opositores tienen la razón en desconfiar de una consulta en la que la información y los criterios de análisis se yerguen como el más escaso de los recursos.

En un balance sereno, estoy de acuerdo con los críticos estándar de AMLO en que no hay mucho de bueno qué esperar en una consulta inserta en tamaña desinformación. Enfáticamente, me distancio del ingenuo parecer de que hay sustancias técnicas y políticas, y que el nuevo aeropuerto se coloca en el caso de las primeras.

Curiosamente, el mentís de mayor peso a la falacia ilustrada-tecnocrática proviene de las encuestas independientes al punto de vista de AMLO: alrededor de siete de cada diez personas encuestadas muestran una valoración positiva acerca de la consulta sobre el nuevo aeropuerto.

En la era de la información, paradójicamente, los partícipes en este debate se comportan de espaldas a las orientaciones normativas de frontera y las prácticas exitosas. En tal contexto, la cuestión relevante no pasa por la distinción entre problemas técnicos y políticos, ni tampoco de la disyuntiva entre organizar o no consultas públicas.

En el marco de una postura civilizatoria, que gira en torno al respeto de los derechos humanos, apuesta por privilegiar las experiencias de quienes resultan impactados, confiriéndoles el derecho a ser consultados y de vetar las iniciativas que consideren amenazantes o destructoras de su entorno, su identidad y su cultura.

Con el respeto que los simpatizantes de las posturas tecnocrático-ilustradas merecen, todavía no se inventa una técnica o metodología más apta que el contacto directo con las fuentes de información para inventariar y gestionar impactos sociales, así como para inducir consensos.

Hablando de recursos públicos, una cuestión aparte es dilucidar acerca de los criterios para elegir en qué casos aplica y en cuáles no la consulta pública. Lo criticable en la propuesta de AMLO no es que desestime la observación tecnocrática, sino que avance en la organización de una consulta pública que no cumple a leguas con las condiciones organizativas exigibles: ser previa, libre, basta, suficiente y transparente, así como de ser poco cuidadosa en acreditar la buena fe.

En la disyuntiva de cómo puede un gobierno acreditar responsabilidad política en una decisión de alto impacto para el país, mi apuesta es por la consulta pública, siempre y cuando ésta se ajuste a las reglas de frontera, en la cual el saber experto juega un papel relevante al lado del saber tradicional, los valores y las visiones ideológicas, filosóficas o religiosas.

 

*Analista político

*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo