En el despunte y transcurrir de la década de los noventa, quienes ejercíamos el oficio de intérpretes especializados del régimen político, mal que bien, sabíamos de qué se trataba el cambio y hacia dónde se dirigían las mutaciones. Solíamos referirnos a éstas como transición desde un gobierno autoritario hacia uno democrático.

Quienes teníamos inclinación hacia descripciones más específicas y gustábamos de las lecturas de Daniel Cossío Villegas, Pablo González Casanova o Jorge Carpizo McGregor, por ejemplo, enfocábamos la mirada en la estructura y dinámica de la institución presidencial, sus poderes cuasi omnímodos y la regla dorada de que el presidente en turno designaba a su sucesor.

En este encuadre analítico, el PRI y las redes corporativas aparecían como brazos estructurales a través de los cuales la presidencia repartía los cargos de representación popular y, a través de las políticas, asignaba presupuesto y demás bienes selectivos.

En suma, nuestro hablar del presidencialismo mexicano descansaba en el consenso tácito de la descripción de un régimen político cuya especificidad descansaba en la centralidad de la voluntad presidencial.

En tal contexto, dimos en entender la derrota del PRI en el año 2000 como el punto de quiebre del presidencialismo y el inicio de una nueva etapa, ahora democrática, en la que el dedo presidencial, la voluntad de un solo hombre, sería sustituido por el electorado nacional, es decir, la agregación de la voluntad individual de millones de electores.

Embelesados como estábamos por el ingreso súbito y pacífico a la democracia, dejamos de lado la tarea de describir en lo concreto el régimen que emergió de los escombros del presidencialismo, para develar su especificidad y sus alcances comparativos. Los pocos arrestos intelectuales que quedaban apenas fueron suficientes para echar luz sobre uno de los rasgos distintivos de la era política de las alternancias electoralmente resueltas: el encumbramiento de las élites de los partidos políticos y de las élites de las organizaciones corporativistas sobrevivientes de la era del presidencialismo autoritario.

En el argot de legos expertos, razones teóricas aparte, el término partidocracia terminó imponiéndose como la mejor descripción del nuevo régimen. A final de cuentas, razones sobraban para aceptar que el declive del poder presidencial y el empoderamiento de las élites partidistas eran las dos caras de la misma moneda.

Sin menoscabo de lo anterior, la politología mexicana quedó a deber en lo que se refiere a la comprensión de la naturaleza y funcionamiento del régimen político emanado de los escombros del presidencialismo autoritario.

Hoy, a la breve distancia de las elecciones presidenciales pasadas y el déficit de comprensión politológica del régimen político preexistente, apenas y damos en sostener que estamos en el inicio de construcción de un régimen político cualitativamente distinto.

Uno de los signos inequívocos de los nuevos tiempos es la súbita e irreversible extinción del sistema de partidos o, para decirlo en todas sus letras, de la coalición rentista de intereses articulada en torno a la ocupación de los partidos políticos nacionales, vulgarmente conocida como partidocracia.

Otro signo igualmente fácil de reconocer es el vacío de poder provocado por la debacle electoral de los partidos políticos, especialmente los tres de mayor tamaño, que ahora está siendo llenado por Morena, una amalgama de grupos e intereses que dista mucho de ser un partido político, y por el liderazgo carismático del presidente en turno, cuya tasa de aceptación alcanzo hoy niveles históricos.

En este contexto, cobra relevancia la pregunta por la singularidad del régimen político que hoy luce en proceso de estructuración. La pregunta, apenas y hace falta aclararlo, dista mucho de ser vana o prescindible. Para no ir muy lejos, la embestida de AMLO y la 4T en contra de las así denominados organismos autónomos se inscribe en el contexto de la debacle recentísima de la partidocracia.

La  razón es simple de señalar: la designación de los comisionados, consejeros, magistrados etc., que integran los órganos directivos del INE, INAI, CRE, COFECE, IFT, títulos académicos aparte, es producto de los arreglos interpartidistas de reparto por cuotas, bajo la consigna de defender los intereses de sus promotores.

Pésele a quien le pese, a AMLO le asiste la razón al calificar como farsa la autonomía de dichos órganos. En tal virtud, es punto menos que ingenuo pedirle disposición o buena fe para coexistir con los resabios de la partidocracia, disfrazados de autonomía, que él derrotó.

Colocar dicho embate contra dichos organismos como el dilema entre la autonomía y el autoritarismo de la 4T a nada bueno conduce. Defender lo indefendible es desgastante y estéril.

Otro problema es si la mejor salida al desafío que representan los últimos bastiones de la partidocracia es alejarse de un diseño institucional que ha probado ser exitoso en otras latitudes.

Pese a que no encuentro buenas razones para preferir la continuidad con las experiencias autonómicas del México reciente, soy de la opinión que es riesgoso apelar a modelos que centralizan la toma de decisiones y minimizan los contrapesos entre los órganos de dirección y los de ejecución.

Tan cierto como lo anterior es que la ruta por la que avance este curso de acción será sintomática y decisiva para entender el régimen político emergente. Es tiempo de que la politología se haga cargo de echar luz sobre individuo histórico que somos en el contexto de la política-mundo y de la sociedad global. Urge repensar el régimen.

*Analista Político

*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo