La cueva de Callao, en Filipinas, es una enorme cavidad con siete cámaras, pero lo más interesante está muy cerca de la entrada. Allí se han desenterrado 13 huesos y dientes que, según sus descubridores, pertenecen a un nuevo miembro de nuestro propio género al que han bautizado Homo Luzonensis y que vivió hace al menos 67.000 años en la isla de Luzón.
El hallazgo obliga a cambiar los libros de texto —otra vez—, pues la lista de miembros del género Homo que habitaban la Tierra en este periodo pasa de los cinco conocidos (neandertales, denisovanos, hobbits de Flores, erectus y sapiens), a seis.
Todos estos homininos son una familia variopinta de primates unidos por lazos de parentesco más recientes que con los otros homínidos vivos, como los chimpancés o los bonobos. Cada uno representó un experimento evolutivo más o menos exitoso. Todos se han extinguido menos uno, el Homo sapiens, quien cada vez que encuentra un nuevo pariente se pregunta por qué ellos desaparecieron y nosotros no.
El humano de Luzón es un enigma. Es imposible saber cómo era su rostro, pues no hay fragmentos de cráneo, ni qué estatura tenía, porque el único hueso disponible que podía tallarle, el fémur de un muslo, está partido. Los restos hallados, el primero una falange hallada en 2007 que data de hace 67.000 años, y el resto hallados entre 2011 y 2015 con una antigüedad de al menos 50.000 años, pertenecieron a dos adultos y un niño. Sus dientes, dos premolares y tres molares, son muy pequeños, parecidos a los de un humano actual o a los del Homofloresiensis, el hominino asiático de un metro de estatura y cerebro de chimpancé que vivió en la isla indonesia de Flores en la misma época. En cambio, los huesos de manos y pies son mucho más primitivos, comparables a los de los australopitecos que vivían en África dos millones de años antes y cuyas extremidades estaban adaptadas para vivir colgados de los árboles.