Abu Bakr al-Baghdadi, el temido líder de la organización Estado Islámico (DAESH), pasó sus últimos días agitado, con miedo a ser traicionado, disfrazado a veces de pastor, escondido de a ratos bajo tierra, dependiendo de un círculo de hombres de confianza cada vez más pequeño.
Allegados dicen que estaba obsesionado con su seguridad y su bienestar, tratando de encontrar sitios seguros en ciudades y el desierto donde esconderse en el este de Siria, cerca de la frontera con Irak, mientras se derrumbaba su estructura. Al final de cuentas, el brutal líder de lo que él mismo describió como un “califato” abandonó completamente esa región, incursionando en territorios hostiles de la provincia Idlib, al noroeste de Siria, controlada por una agrupación rival, al-Qaeda. Fue allí que murió al hacer estallar bombas que llevaba consigo el 26 de octubre, durante un ataque de fuerzas especiales estadounidenses a su refugio.
Durante meses tuvo a su lado a una adolescente yazidí como esclava. La muchacha dijo a la Associated Press que la llevó consigo mientras iba de un lado a otro con un grupo de siete estrechos colaboradores. Hace algunos meses delegó casi todos sus poderes en otro jefe de EI que probablemente sea la persona que la organización designó como su sucesor.
La joven yazidí, quien fue liberada durante una incursión encabezada por los estadounidenses en mayo, dijo que al-Baghdadi primero trató de ir a Idlib a fines de 2017. Contó que una noche la subieron a una camioneta que era parte de una caravana de tres vehículos en la que iban también al-Baghdadi, su esposa y su equipo de seguridad. Se encaminaron hacia esa provincia y llegaron a una carretera importante, pero regresaron, aparentemente por temor a ser atacados, señaló la muchacha, que por entonces tenía 17 años.
Permanecieron durante una semana en Hajin, ciudad del sudeste de Siria, cerca de la frontera con Irak, y luego partieron hacia Dashisha, otra ciudad fronteriza más al norte, en territorios controlados por DAESH.
La joven yazidí pasó cuatro meses en la casa del suegro de al-Baghdadi, Abu Abdullah al-Zubaie. Al-Baghdadi la visitaba a menudo, la violaba y a veces le pegaba, según dijo la muchacha. Se movilizaba solo de noche, con zapatillas para no hacer ruido y con el rostro cubierto, acompañado siempre por cinco guardaespaldas que le decían “hajji”, o “jeque”, según dijo ella. La AP no identifica a las víctimas de agresiones sexuales.
“Cuando le preguntaba algo, no respondía por razones de seguridad. No todos sabían dónde estaba”, manifestó.
En la primavera de 2018, ella fue entregada a otro individuo, que la sacó de Dashisha. Esa fue la última vez que vio a al-Baghdadi, aunque él le hizo llegar unas joyas como regalo, relató la joven.
Pareciera que al-Baghdadi se dirigió de un sitio a otro en el este de Siria a lo largo del año siguiente ya que los bastiones del EI caían uno tras otro en manos de los kurdos, que estaban apoyados por Estados Unidos. Hasta que se fue a Idlib.
En esa época, al-Baghdadi lucía “muy nervioso”, caminaba de un lado a otro y se quejaba de que lo estaban traicionando y de que había infiltrados entre sus “walis”, como se denominaba a los gobernadores de las provincias del califato, según dijo su cuñado Mohamad Ali Sajit en una entrevista con Al-Arabiya TV difundida la semana pasada.
“Todo esto es una traición”, se quejó al-Baghdadi, según Sajit.
El estrés agravó la diabetes de al-Baghdadi, quien tenía que controlar constantemente sus niveles de azúcar y tomar insulina. No ayunó durante el Ramadán e impidió que sus asistentes lo hiciesen, dijo Sajit.
Por momentos, al-Baghdadi se disfrazaba de pastor, agregó. Cuando su jefe de seguridad Abu Sabah se enteró de que podía haber un ataque en una región de la frontera entre Siria e Irak donde se escondían, desarmaron sus carpas y escondieron a al-Baghdadi y a al-Muhajer en una fosa que cubrieron con polvo, indicó Sajit. La ovejas se pasearon por encima suyo como parte del plan para pasar inadvertidos. Cuando se despajó el panorama, volvieron a armar sus carpas.