El miedo a un atentado es el día a día para la minoría chií hazara en Afganistán, pero eso no impide que sigan con sus vidas hasta que, cuando menos se lo esperan, ocurre uno. Puede ser al salir del colegio, en la mezquita o en un transporte urbano.

Para protegerse, los hazara se agrupan en barrios, como el emblemático Dashte Barchi en el oeste de Kabul, convirtiéndose así en objetivo fácil de los atentados que reivindica con frecuencia el grupo yihadista Estado Islámico (EI), que los considera apóstatas.

El viernes no fue diferente, un día sagrado con mercados callejeros masificados, talibanes entumecidos por el frío vigilando, y un doble atentado con bomba, en un margen de unos 30 minutos, en dos de las populares furgonetas de pasajeros.

En la primera explosión se produjeron dos muertos y tres heridos, y en la segunda resultó herida una mujer.

Cuando Efe llegó al lugar del primer atentado poco después de la explosión, el vehículo permanecía aún en llamas y algunos transeúntes intentaban socorrer a las víctimas, entre las que había un hombre con el rostro completamente ensangrentado al que trataban de sacar de la parte trasera de la furgoneta, sin estar claro si había fallecido o se encontraba inconsciente aún con vida.

Frente a este hombre, otro pasajero permanecía aprisionado entre los asientos aparentemente muerto. Dos cuerpos más estaban sobre el asfalto a unos pocos metros. Mientras, un niño con el rostro ennegrecido por el humo, con las facciones mongólicas propias de los hazaras, lloraba junto a un adulto al otro lado de la calle.

Los talibanes, en vehículos acorazados, acordonaron el área.

Este tipo de ataques se repiten, como otro doble atentado hace solo tres semanas, desencadenando el miedo entre la minoría.

El presidente de la Fundación Hazara, Abdullah Hemati, explicó a Efe que aunque los talibanes dicen que les proporcionarán seguridad, la gente les teme y tampoco tienen la posibilidad de protegerse a sí mismos porque les han retirado las armas.

El pasado octubre se criticó esa falta de protección tras algunos de los ataques más mortíferos, con atentados suicidas contra dos mezquitas de chiíes en la provincia norteña de Kunduz y en la meridional Kandahar, dejando respectivamente 80 y 60 muertos.

Muertos en una escuela

Pero el ataque que nadie olvida es el ocurrido el pasado mayo en una escuela femenina en el mismo Dashte Barchi de la capital, donde según el recuento de la Fundación Hazara, 110 personas murieron, en su mayoría niñas, y unas 290 resultaron heridas.

Fue justo a la hora de la salida de clase, con una cadena de explosiones: la primera, la más potente, se produjo en el camino de acceso al colegio, y luego se detonaron varias bombas más en el trayecto hasta el portal de la escuela, el mismo recorrido que habían tomado muchas de las estudiantes en su huida para protegerse.

«Aún no hemos encontrado el 7 % de esos cuerpos», reconoce Hemati, que añade que entre los supervivientes hay unas 80 víctimas, en su mayoría chicas, que no se han recuperado todavía, «con miedo a quedarse dormidos» o limitaciones de movimiento.

Khan Ali perdió a su hija Kubra, de 15 años, en ese ataque.

De origen humilde, como el resto de las familias que llevaban a sus hijas a esa escuela, Ali acababa de regresar a casa de trabajar, y tras rezar al ser época de Ramadán, salió a la calle y vio cómo la gente comenzaba a correr: había habido una explosión en la escuela. «Por el camino vi a niñas heridas, cuerpos en vehículos».

Al llegar buscó desesperado a su hija, pero sin suerte, entonces comenzó la búsqueda en tres hospitales, hasta que en el último de ellos encontró el cadáver de Kubra. Allí le proporcionaron una ambulancia para llevar su cuerpo sin vida a casa, recuerda a Efe.

«No sé por qué siempre somos el objetivo (de los yihadistas), no hay un motivo especial. Somos pobres y nuestro único crimen es que somos chiíes», lamenta.

El camposanto

Justo a unas pocas decenas de metros de la casa de Khan Ali, en una colina, se encuentra el cementerio donde descansa Kubra. También las hijas de otros vecinos, como Saleha y Zakia, dos hermanas que murieron en ese mismo atentado.

A su padre, Rajab Ali, le cuesta rememorar aquel día. Se encontraba en un hospital, a donde había llevado a su madre, cuando empezaron a llegar estudiantes heridos por el ataque. Llamó a casa, pero sus hijas no habían regresado.

«Me fui hasta allí corriendo, había un montón de zapatos, sangre en las alcantarillas, y vi la tarjeta de identidad (de la mayor) en una de las mochilas. El ataque suicida sucedió a las 3 de la tarde, busqué en 25 hospitales hasta la 1 de la madrugada, y de pronto mi hermano me dijo que había encontrado a la pequeña en un hospital, pero no estaba seguro, porque tenía el rostro quemado», relata.

«Cuando fui al hospital y vi el cuerpo de mi hija pequeña, empecé a buscar a la mayor. Entonces vi llegar una ambulancia y le pedí a mi hermano que fuera hasta allí a mirar. Había dos cuerpos, y uno de ellos era ella, mi hija mayor», explica con la voz entrecortada.