A menos de que una circunstancia extraordinaria ocurra de aquí al 1 de julio, la contienda electoral de 2018 puede ser descrita de aquí en adelante como la crónica de la muerte anunciada de la coalición “prianista”, que ha gobernado al país desde las elecciones de 1988 hasta la fecha.

Frente a la inquietud reciente de los lideres mediáticos de opinión, cuyo corazoncito aún suspira por un milagro, hay una respuesta clara y contundente: la mayor parte del electorado activo ya decidió que quiere un cambio, evaluó que Anaya representa más de la misma coalición gobernante, y que la única opción al régimen de privilegios, corrupción e impunidad es AMLO.

Más allá de las encuestas, hay otras métricas que avalan el despliegue de una tendencia favorable, incluso sin precedentes en la historia electoral reciente, al candidato opositor, que dan cuenta del quiebre de los “techos” en su crecimiento y que barruntan la posibilidad de rebasar el umbral mágico del 50% y construir una primera mayoría absoluta en el poder federal.

Una de dichas métricas, quizás la más sintomática, la ofrecen sus eventos presenciales, por lo general abarrotados, sin importar si la sede es una universidad o una plaza pública, ni tampoco la latitud.

Para sorpresa de propios y extraños, la “amlomanía”, siempre fuerte en el centro, sur y sureste del país, se extendió vigorosamente hacia la región norte del país, que es donde menos había logrado cundir y vigorizarse.

Y no, no se trata simplemente de que el poder de convocatoria presencial de AMLO, por magnitud, es infinitamente superior al de sus dos contendientes menos lejanos, sino del clima energetizante que en ellas se vibra.

Los estudios demoscópicos, por propia naturaleza, se muestran ajenos y poco aptos para hacerse cargo del tema de las emociones de los electores y de las vivencias que les suscitan quienes les solicitan su voto, así como de la intensidad de sus preferencias.

Otra de las métricas, también más allá de las cifras o los “datos duros”, la ofrecen las redes sociales. No se trata tan sólo de que AMLO, con su número de seguidores y menciones, impera en el cyberespacio sino, de modo más específico, de que la cyber comunicación orgánica revela la existencia de una vasta red de promotores y seguidores con un nivel muy alto de involucramiento con las causas de su líder, sin contratos ni pagos de por medio.

De la intensidad emotiva y preferencial de los seguidores y simpatizantes de AMLO dan buena cuenta las quejas de trato violento e injurioso que sus opositores les achacan a través de las redes sociales.

Hoy, si se atiende a los detalles de la comunicación política presencial y la virtual, la conclusión diagnóstica es contundente: AMLO no sólo cuenta con la mayor cantidad de simpatizantes, sino que éstos experimentan una intensidad mayor en sus preferencias.

Una diferencia sustancial entre 2006 y 2012 respecto del momento presente es la magnitud e intensidad de la masa crítica que apuesta por una alternancia ajena a los arreglos “prianistas”.

La naturaleza y dinámica de la masa crítica del cambio, por cierto, es algo que los políticos y los observadores estándar no acaban de entender. Quizás su principal incapacidad haya que atribuirla a su adherencia a la obsoleta y falaz distinción entre la razón (el componente inteligente y pensante del ser humano) y la emoción (su componente visceral o irracional).

Desde dicha falacia se ha montado la ridícula narrativa de que el régimen enfrenta una especie de oleada barbárica (los chairos violentos, resentidos e iletrados), hoy incontenible por la escasa inteligencia y preparación de los seguidores de AMLO.

En sentido contrario a esta versión caricaturizada de los inteligentes vs los emotivo-viscerales, puede sostenerse una lectura diametralmente diferente: que se ha conformado en torno de un líder carismático una oleada de inteligencia emocional, acendrada por la pobreza moral, la corrupción y la frivolidad manifiestas de la clase política mexicana.

En dicha oleada emocional, ciertamente, el enojo ocupa un lugar especial. ¿Qué clase de persona se debe ser para no experimentar enojo con la corrupción, la pobreza, la inseguridad y la impunidad?  Y a menos que pueda demostrarse que los enojos poca o nula razón tienen con lo que observan sus víctimas, los electores, desde sus respectivas creencias de valor.

Si alguien tiene dudas de que se puede ser inteligente y, a la vez, vivir el enojo profundo ante los actos violatorios del deber ser, México hoy es el laboratorio adecuado para despejarlas.

Si lo anterior no basta, hay que mirar otra vez. La esperanza es también un ingrediente emocional de peso en la oleada “amloísta”. Se equivocan quienes han pretendido ver en esto poco más que un berrinche que, como tal, se extingue pronto y en automático, aunque luego se repita.

La movilización actual de cambio impulsada por AMLO, de reconocidas adscripciones de moralidad, se alimenta de los impulsos energéticos del enojo y la esperanza. He ahí una de las claves de su fortaleza frente a las fortalezas históricas de la partidocracia: la compra y coacción del voto.

La narrativa que desde ella se nutre nada tiene que ver con las narrativas pregonadas por la clase política. Las miradas expertas podrán seguir regodeándose con sus cálculos acerca de los indecisos, como quiera sea que los midan. Lo que se antoja improbable, por no decir imposible, es que en 40 días los contendientes de AMLO puedan revertir las tendencias que hoy vemos.

En lo que a 2018 concierne, salvo que algo en extremo extraordinario suceda, el juego está decidido. En tal virtud, del segundo debate me quedo con la invitación del Bronco a tender la mano y pugnar por la reconciliación.

*Analista Político

@franbedolla