Como quiera sea que se le defina, la sociedad mexicana se encuentra en un avanzado proceso de polarización, cuyos síntomas brotan por doquier y están a la vista del observador promedio.

Para variar, apelando a la raigambre de su vasto léxico “populachero”, AMLO, sigue dando pruebas de sensibilidad y agudeza de su olfato político acerca de la extensión e intensidad de la fractura más desafiante de la gobernabilidad del régimen político y, ¿por qué no decirlo?, de su proyecto de la Cuarta Transformación: la existente  entre la minoría privilegiada por el status quo recusado por una mayoría aplastante de electores, y la gran mayoría pauperizada, sin presente y sin futuro, habitante de eso que Guillermo Bonfil llamó el México Profundo.

Para quienes gustan del vocabulario sociológico, estamos frente a algo parecido a una sociedad “clasista”, que desafía los referentes conceptuales clásicos y nos obliga a repensar la situación y refinar nuestra mirada.

La especificidad de la realidad mexicana no encuadra ni mucho menos se agota en la distinción genérica empresarios (compradores de fuerza de trabajo) y trabajadores (vendedores de fuerza de trabajo). Porque si así fuese, el patrón de polarización sería transversal a la sociedad-mundo, económicamente organizada a partir de la distinción capitalista. Lo que evidentemente no está ocurriendo.

Más ilustrativo de la experiencia social mexicana es el insight contenido en el concepto de plutocracia, una forma de gobierno o régimen fundada en el amasiato entre los ocupantes de los cargos políticos y los adinerados, cuyos términos de intercambio son simples de enunciar: los políticos usan el poder para beneficiar a los adinerados (los colman de contratos, convierten sus deudas privadas en públicas y les condonan los impuestos), y los adinerados usan su riqueza para  encauzar el arribo de sus preferidos a los cargos políticos.

Cierto, el síndrome plutocrático va mucho más allá de la economización de la política (manejar los cargos políticos como inversión lucrativa) y la politización de la economía (usar los cargos políticos para inducir la acumulación de fortunas evadiendo la competencia mercantil). Tiene que ver, apelando a las enseñanzas sociológicas de Bourdieu, con la construcción de habitus, estilos de vida, redes de convivencia y cercanías familiares, y hasta cosmovisiones.

El síndrome fifi, pues, abreva del monopolio plutocrático y su proceso de construcción se remonta por lo menos al México postrevolucionario. Con la distancia que brindan 30 años de distancia, resulta claro que éste sobrevivió a la llamada transición a la democracia. Fueron mucho más fuertes los lazos plutocráticos (familiares y de sangre) que la insurgencia popular.

Visto a la luz de sus rendimientos ( el reciclamiento crudo de algo así como de 300 apellidos), lo que construimos entre 1989 y 2000 fue una democracia fifi, en absoluto dócil y fiel al arribo de los integrantes del arreglo plutocrático. Nada mal el negocio de la democracia electoral: instituciones más prestigiadas contando y sancionando los votos de los representantes el arreglo fifi, con buenos dividendos de legitimidad.

Los añadidos en los últimos tiempos al arreglo fifi merecen apunte especial: los medios de comunicación a través de sus voceros clave y los intérpretes legítimos de la vida política (académicos disfrazados de periodistas e ideólogos de la plutocracia disfrazados de científicos), uno de cuyos más lúcidos representantes es Jorge Castañeda, quien ha dado en auto-describirse como comentócratas.

Las razones son fáciles de entender. Se volvieron tan relevantes y necesarios para el establecimiento plutocrático las contribuciones de sus voceros mediáticos (periodistas y comentócratas) que, cuando no emanaros de sus propias redes familiares, terminaron asimilándose a sus patrones y estilos de vida.

La mirada ácida y desencantada de estos personajes frente al triunfo de AMLO nada tiene de fingida. Ven lo que pueden ver desde la distancia desde las propias cosmovisiones en las que se forjaron. Al igual que muchos de los beneficiarios del arreglo plutocrático, perciben con nostalgia y con enojo los peligros del arribo del advenedizo plebeyo, el outsider bronco que les reta con la retahíla de sus calificativos de “señoritingos”. “piel blanca”, “fifís”, así como con sus desplantes de responder con besos a preguntas poco afortunadas o negarse al uso de privilegios como el uso de un avión presidencial.

Tienen razón los miembros prominentes del arreglo fifi cuando perciben “clasismo” en las actitudes y las expresiones dicharacheras de AMLO. No en balde, citando a Diego Fernández de Cevallos, su indisposición a “entregarle el país” (traducción: su propiedad) a un loco, es decir, a un miembro ajeno a su “clase”.

La parte que ignoran los avasallados por el tsunami electoral es que la estructuración polarizada de nuestro país no es atribuible a AMLO, sino producto de una larga tradición histórica, que hoy amenaza con estallar.

La contraparte del México fifi es el México “chairo”, bronco, profundo, “indio”, “naco”, etc., a la cual apeló exitosamente AMLO. El desenlace del encuentro cada vez más abierto e irritante entre ambos México es lo que está por dilucidarse.

Sería ingenuo suponer que la oposición fifi desaparecerá en automático o por arte de magia. Sus expresiones de aquí en adelante han de ser tomadas como parte del desafío en la deconstrucción de la polaridad.

En el corto plazo, el reto para AMLO es evitar echar lumbre al fuego de las tendencias al revanchismo  y los golpes espectaculares, así como engancharse en los reclamos ácidos de sus opositores. Quizás un riesgo mayor sea impedir que las redes plutocráticas regresen por sus fueros, sobre todo porque una buena parte de sus acompañantes provienen de ellas.

El México actual, sin duda, reclama una política estratégica de despolarización. Difícilmente la Cuarta Transformación llegará a buen puerto si se desentiendo de la realidad del México fifi.

 

*Analista Política

*Presidente del Centro de Estudios Internacionales del Trabajo A. C.