De acuerdo con versiones periodísticas, circulan por el Poder Legislativo poco más de cincuenta iniciativas de reformas al marco legal de las instituciones y procedimientos electorales.
Tantas iniciativas sobre un mismo rubro no necesariamente son una buena noticia ni tampoco un signo saludable de productividad legislativa. En el espectro de lo modificable se yerguen propuestas de todo tipo: fusionar plazas para reducir la carga salarial; desaparecer los OPLE y dejar las responsabilidades en el INE; reducir el tamaño del Consejo General, mediante la desaparición de cuatro cargos de consejero con derecho de voz y voto; y así por el estilo.
Ostensiblemente, estas y la mayor parte de las iniciativas abrevan de un afán similar: reducir los costos de organización de los comicios y ensanchar el margen de oportunidad de financiamiento de los programas sociales.
Vistas en lo individual, y sin necesidad de una evaluación a detalle, es evidente que el común de las iniciativas es su pertinencia técnica en relación al fin estratégico explícito, consistente en generar ahorros.
Una pregunta distinta apunta hacia impactos no previstos de iniciativas distintas aprobadas de manera paralela, simultánea o en cercanía temporal. ¿Qué pasaría, por ejemplo, con la organización comicial si se aprobaran a la vez las iniciativas del recorte de la plantilla de funcionarios electorales del INE y la desaparición de los organismos electorales locales?
Respuesta altamente plausible: una merma notoria en la eficacia operativa y técnica de los órganos responsables de la admisión y cómputo inicial del voto. Más aún, extrañaríamos las tasas históricas de efectividad cercanas a la perfección en las tareas cruciales de la instalación de casillas y la selección-capacitación de funcionarios electorales.
La inusual cantidad de iniciativas, de este modo, fluye en un contexto de deliberación pública y política poco fértil y por demás peligroso. Para nadie es un secreto que los momios del INE y los OPLE, medidos por la confianza social que suscitan, resultan muy bajos y, por si fuese poco, acusan una tendencia histórica a la baja.
Tan cierto como ello resulta la inclinación de la 4T a impulsar iniciativas de austeridad que expandan su margen para soportar las presiones de financiamiento provocadas por los programas sociales prioritarios y fortalecer el simbolismo de un gobierno sensible a las causas de los que menos tienen.
En tal contexto, resulta cada vez más grande el riesgo de dar cabida y aceptación a iniciativas de reforma electoral que, en lo individual, ofrecen la ventaja del ahorros fiscal, pero que en su potencial efecto combinado podrían generar daños de consideración a la organización comicial.
Es un poco difícil de determinar cuál de los inconvenientes es mayor si el descrédito social del INE por la cercanía y sujeción de los consejeros en turno a la voluntad de las elites partidarias del régimen anterior o el menosprecio de la alta dirigencia de la 4T por el desempeño poco autónomo de dicho organismo.
En cambio, poco lugar hay a la duda de que frente al desafío del vaciamiento de las energías de oposición en el régimen político y la mutación tendencial hacia un sistema de partidos escasamente competitivo, se yergue la necesidad de colocar el futuro del INE dentro de una visión estatal y de largo plazo.
Más de allá de que son precarios en el corto plazo los incentivos para encaminarse hacia una reforma político-electoral integral, resulta igualmente cierta la existencia de un margen de oportunidad para proceder, sobre la base de un diagnóstico fino y con conocimiento de causa, a una cirugía mayor.
El diseño institucional del INE, por donde quiera que se le vea, acusa el peso de una larga herencia de fraudes y desconfianza electorales. Su entramado organizativo y regulatorio descansa, además de gigante, descansa en el recurso a la observación sistemática e injerencia de los partidos políticos en la agenda organizativa, lo que le convierte en una maquinaria lenta, pesada y con costos operativos excesivos.
Cualquiera sea el modelo político-constitucional al que se enderece la 4T, requerirá un entramado legal e institucional para organizar comicios de todo tipo o poner en práctica los instrumentos de la democracia directa. En tal virtud, estarían bien invertidos los recursos para impulsar un nuevo modelo de arbitraje electoral, ajustado a los principios de autonomía y profesionalismo y, a la par, alejado de los vicios y disfuncionalidades de la etapa partidocrática.
Entre otros desafíos, el nuevo modelo tiene que ser a toda prueba de las exigencias de austeridad republicana. Sin menoscabo de ello, en lugar de reducir la cuestión al mero objetivo de cómo gastar menos, se impone asumir una perspectiva que haga mayor justicia a los imperativos democráticos del Estado mexicano de dotarse de mecanismos para organizar elecciones justas y libres de manera periódica y, a la vez, de acompañar el giro hacia la ampliación e intensificación de las prácticas de la democracia participativa.
En la coyuntura actual, es clara la falta de autoridad moral de los consejeros electorales del INE para colocarse como voces autorizadas en los cambios electorales por venir. Peor aún, su condición de resabios ingratos del viejo arreglo de las cuotas y los cuates, ofrece indicios para sospechar que existe la voluntad de dañar lo que ellos representan.
Quizás la mejor opción que los consejeros en turno tienen a su disposición para intentar incidir en el curso de los acontecimientos es construir un legado sobre el INE que el régimen en formación reclama y, simultáneamente, ofrecer como colectivo la renuncia.
Más allá de la dudosa factibilidad del escenario en comento, se encuentra también la certeza de que su continuidad como directivos del INE es incompatible con el diagnóstico de falta de autonomía y la visión de austeridad de la 4T. ¿Será que los consejeros electorales tendrán los arrestos para no morir gratis?
*Analista político
*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo