Si usted es de las personas que creen que la captura del exgobernador de Veracruz, Javier Duarte, es un montaje político cuidadosamente enderezado a mejorar los bonos de EPN y el PRI, para elevar sus posibilidades de triunfo en las tres elecciones locales en curso, con especial énfasis en el Estado de México, permítame decirle que, para un típico observador contrario y poco refinado, usted ya es candidato a engrosar las filas de los pejechairos. Y ya colocado en este apartado, pasarán a lugar secundario las evidencias y argumentos que usted decida ofrecer, en el marco de un menú amplio.

En cambio, si usted es de las personas que, más allá de los indicios o evidencias disonantes, está convencida de que la captura de este malandro es prueba fehaciente de que el Estado de Derecho y las instituciones nacionales mal que bien funcionan, permítame informarle que usted es candidato idóneo a que sus observadores contrarios le coloquen en las filas de los peñabots, y que para ello pueda echarse mano de un menú de justificaciones bastante amplio.

Más allá de la evidencia de que pejechairos y peñabots se han colocado como antagonistas en la arena política y de que este signo amenaza con extenderse, el común denominador entre ellos es que se comportan como verdaderos creyentes, en virtud de lo cual confieren a su percepción el estatuto de verdad inatacable y, peor aún, se conducen bajo el deseo de que el mejor de los mundos posibles sería aquel en el que su contraparte desapareciera. Lo paradójico de esta situación es que pejechairos y peñabots encarnan los términos de una relación en la que ambos polos se reclaman a sí mismos para existir.

Para muestra, un par de botones. No bien se había anunciado a través de las redes la detención de Javier Duarte, cuando las sombras del sospechosismo campeaban en el espacio mediático. Qué casualidad, argüían, que no antes ni después sino precisamente en medio del competido proceso electoral en el Estado de México, en el que los momios priistas están a la baja por cuestiones relacionadas con la corrupción, se diera la captura del principal villano popular. A este respecto, la respuesta de los malpensados pejechairos a la pregunta ¿puede dudarse de que la captura responde mucho más a un cálculo de las ventajas políticas del evento que a una genuina motivación de responsabilidad justicialista? es un sí rotundo.

Tanta era la seguridad de los bienpensados peñabots (ingenuos, podría decirse) de que el sospechosismo emergería con prestancia y vigor que desplegaron en las redes sus mejores esfuerzos para descalificar ex ante las hipótesis de éstos. Y al respecto, lo menos que puede decirse es que sus predicciones fueron certeras. Hoy, una buena parte del debate mediático y a través de las redes sociales gira en torno a la duda sobre si la delación de la PGR fue intencional y previamente acordada con Javier Duarte; o bien, consecuencia de un proceso de indagatoria que siguió los ritmos y tiempos propiamente judiciales.

En medio de la vorágine de opiniones encontradas, la mayor certeza es que se carece de las evidencias y medios de prueba necesarios para dirimir lo que estos creyentes está dispuestos a creer. Y, peor aún, crece también la certeza de que entre más tiempo transcurre menor es la predisposición de los miembros de ambos bandos a comportarse como adversarios en un debate público de amplia trascendencia. He aquí, y no en las disonancias por sí mismas, en donde este reciente affaire rebela su genuino dramatismo, sobre todo porque discurre de manera paralela a la agudización de la tendencia al debacle de la confianza en la PGR y su férrea obstinación, cual “caja negra”, a resguardarse del escrutinio público.

Se entiende el celo y la preocupación, y quizás hasta la buena fe, de quienes salieron en defensa de la PGR y aplaudieron la captura de Javier Duarte. Aun así, su acierto al pronosticar la andanada sospechosista deja incólumes los señalamientos sobre la politización de la procuración de la justicia en nuestro país. Y a este respecto, la cola de la PGR es tan larga para pasar desapercibida como las dudas sobre su ineptitud o complacencia con los políticos corruptos. Quienes festinan la captura de Duarte y abogan por el reconocimiento de la buena fe de la PGR no pueden practicar la ceguera con la primera parte de la historia: su inacción y permisividad en la huida del exgobernador. Y si se me apura, mucho menos pueden hacerlo con la reciente decisión de la máxima instancia de procuración de justicia de reservar por cinco años la información sobre el escándalo de corrupción de la empresa brasileña Obedrecht, que, según se sabe, alcanza a varios funcionarios de PEMEX de la presente y la anterior administración.

Desconozco las razones por las cuales la PGR, ante presuntos actos de corrupción, optó por reservarlos. Lo cierto es que, al hacerlo, dio la espalda a las buenas prácticas de transparencia y rendición de cuentas seguidas por el resto de las naciones involucradas. Si esta derrota de la transparencia y la rendición de cuentas no desata con buenas razones los demonios de las sospechas de que hay un cálculo político de por medio, no me imagino qué más pueda ser.

En tal contexto, pretensiones aparte, las declaraciones presidenciales, que llaman a entender la captura de Duarte como un golpe estratégico del Estado mexicano a la impunidad, están condenadas a caer en el vacío.  Por si los prominentes miembros de la clase política mexicana no se habían enterado, en el clima de hartazgo y agravio imperante, la creencia popular de que las instituciones públicas se utilizan como tapadera de la corrupción opera como una verdad autoevidente. Pretender que unas declaraciones acaloradas son suficientes para revertir lo anterior, además de ingenuo, resulta peligroso.

 

*Analista político

@franbedolla