Si no fuera humano, hace mucho habría escapado mi mente; hubiera soltado al instinto.
A veces, como hoy, me considero una bestia amarrada dentro de una mente que pretende ser cabal. Animal al borde de un estallido.
Como un refresco agitado. Quisiera vaciarme cuando las náuseas aparecen cargadas de veneno. Ponzoña tan potente que se mueve dentro y no me deja ser: combinación de odio y desesperación, angustia, impotencia y un deseo irrefrenable de parar esto a como dé lugar.
Conduzco sobre la larga avenida: interminable recta que parece no ir a ninguna parte. Camino de diario que nunca he descubierto por qué, cada vez que voy a tomarlo, aparece ahí, esperando que lo transite. A veces siento que esa vía pretende burlar mi congruencia apareciendo abruptamente, justo cuando pienso: “Hoy no estará ahí esperando, hoy no”.
La aguja del velocímetro rebasa la mitad y un 120 se ve debilitado por el poder del marcador; miro el camellón, la barra de contención, postes y árboles del otro lado; ¿en cuál me gustaría detener mi parte bestial?
Reconozco que el aprendizaje de padres, hermanos, abuelos, tíos, es lo que me detiene para no dejar salir, no sé si a una copia moderna del estrangulador de Boston, al violador sanguinario, al carnicero asesino (aquél chamaco al cual sus padres metieron a trabajar a una carnicería y que cuando dejó el trabajo, encontró la cárcel luego de varios asesinatos). No sé quién seré cuando quite las cadenas de mis pulsiones, pues como le creo a Freud, muy posiblemente ese Súper Yo esté haciendo su trabajo para que el peligroso Ello no emerja como un monstruo de mil cabezas dispuesto a hacer justicia porque la vida no le ha sucedido como él quiere.
Matar, privar de la vida, matarme, privarme de seguir ¿qué es todo esto? ¿A dónde voy? Y de pronto la larga recta termina y aparece, como siempre, la curva que me saca del marasmo y me devuelve la atención; la luz roja: debo detenerme. Siempre aquí, en este semáforo es donde acabo por volver en mí, por dejar de ser medio bestia y regresar a mi ser que razona.
El conductor del auto detrás me ofende con la bocina por estar pensando en lugar de avanzar rápidamente para que él pase. Por el retrovisor miro al tipo al volante, sólo de reojo, porque si lo veo de frente, seguramente mi bestia emergerá y será el principio del fin; lo tomaré por el cuello y le sacaré los ojos con el bolígrafo que busco desesperadamente en el tablero; lo veo sobre el tapete, cayó al suelo cuando frené.
“Te salvaste maldito –le digo en silencio con aire de perdonavidas- no sabes quién viene conmigo”. Sonrío y acelero suavemente. El mundo deja sus tonos sepia y vuelven los colores. Respiro. Bajo la ventanilla y el aire se enmaraña en mi rostro. Aspiro una vez más. La serenidad vuelve.
Me siento cómodamente en el sillón. Miro la copia de la pintura de Van Gogh y me conecto con la viveza de sus amarillos.
–Permítame, ahora lo anuncio.
–¿Sí Angélica?
–Llegó su paciente Alberto, doctor.
–Páselo por favor.
–¿Qué tal, cómo estás Alberto? ¿Cómo te sientes hoy?
–Mal, doctor, muy mal. Venía de camino y poco me faltó para bajarme y sacarle a un tipo los ojos con mi bolígrafo.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
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