La vi, siendo yo una niña, desarmar a un ebrio, coser con aguja e hilo a un drogadicto herido; hacer de recamarera, velador y dueña de un hotel que levantó de la nada; soportar jornadas de trabajo de 20 horas diarias a base de Nescafé y Raleigh, cómo se le quemaban los huevos, y recuerdo nuestras cortas charlas: “estudia mucho, mucho, pues sólo así saldrás adelante honestamente, con respeto y dignidad”. Hoy mi ejemplo se ha ido.

Nació mi madre en un pequeño poblado de Chihuahua, donde se cumplieron los vaticinios de los Michel Araiza a mi abuela, Dolores Michel: “ese soldado raso lo único que hará será abandonarte en algún pueblo lejos de Guadalajara”. Pero el hecho estaba consumado, el acta de matrimonio ya había  sido firmada, aunque sabía  la abuela que sería repudiada por su familia. “El hambre me tira pero el orgullo me levanta”, era su lema.

Con una madre enferma de asma y un único hermano muerto a los 16 años, mi madre debió trabajar desde los 10 años de edad; apenas cursó hasta el cuarto de primaria, “me corrieron de las tres primarias que había, por peleonera, pero no me gustaba que me dijeran gorda”. A los 14 años de edad, ya delgada y con una abundante cabellera, conoció a mí padre; naceríamos Laura y yo, las que quedaríamos huérfanas de padre a los 6 y 2 años, con una madre viuda a los 23 años. Mi abuela le ayudaría a cuidarnos, por unos años, hasta morir.

Inició mi madre entonces una vida de intenso trabajo que mantuvo a lo largo de su vida, para “sacarnos adelante” a mi hermana y a mí; años después llevó a nuestra vida a Pepe, con quien tuvo un matrimonio de 49 años.

Soltera o casada, en tiempos en que una mujer con hijos era “recogida” por el nuevo marido, siempre trabajo intensamente para asegurarnos a Laura y a mí oportunidades de estudio y bienestar en general. “Ustedes son sólo responsabilidad mía”, nos repetía.

Corta en palabras, en mensajes de cariño, nos demostró sin embargo, en la práctica, cuánto nos amaba. La música debía estar siempre baja en el hotel, en el restaurante, en el Drive Inn que tuvo en mi niñez. “¡Bajen esa música, que la niña está estudiando!”

En un entorno social en donde la violencia doméstica era muy  común, y sin recibir cursos de feminismo, ella nos formó con mensajes y ejemplos: “nunca nadie debe ponerles una mano encima”, “estudien y trabajen mucho, pues ganar su propio dinero les evitará malos tratos”, “no sigan en un matrimonio donde las maltraten porque no sepan trabajar”, “sean honestas, acérquense a personas valiosas, que les enseñen”, “si necesitan apoyo, pídanlo, pero jamás queden a deber un peso”, “disfruten lo que ganen honestamente”.

Desafío a su familia política, a algunas personas de su entorno social, para posibilitarme alcanzar mis aspiraciones y enviarme, a los 15 años de edad, a la ciudad de México, a estudiar periodismo. “Mandas carne tierna a los lobos”, fue lo mínimo que se le dijo.

Su orgullo: ver mis publicaciones en diarios –firmados con el nombre de la abuela-, escucharme y verme en noticiarios de radio y televisión. Su  satisfacción: que mis hijos crecieran seguros y alcanzaran una carrera profesional. Su frecuente elogio: “eres padre y madre, como yo, y diste buenos frutos”.

 

Hoy el faro que me permitió ser una veleta se ha apagado.