México está sumido, desde hace varias décadas, en un cúmulo de dolores interminables que se replican cada vez más, como una plaga para la que no tenemos remedio.
Sin enfrentar una guerra, en la última década hemos perdido más de 260 mil vidas en hechos de violencia, lo que nos ha colocado a nivel mundial como el segundo país con más muertes violentas, sólo por debajo de Siria (según indicó hace unos días el informe anual del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos).
En este país, nuestros niños y jóvenes desaparecen sin dejar rastro (ahí están, como funesto ejemplo, los 43 normalistas rurales de Ayotzinapa, Guerrero, que nos siguen faltando). Y si no desaparecen, son envenenados por las drogas, expulsados de su patria por falta de oportunidades de estudio y empleo digno, o absorbidos por las pandillas, las bandas delincuenciales y los cárteles del narcotráfico.
Este México doloroso –que sólo al 1 por ciento de la población le ofrece una vida privilegiada y al resto únicamente nos da miseria¬– expulsa a cientos de personas a un mundo que rechaza a los migrantes, los maltrata, acosa y finalmente, de una u otra forma, extermina. Y si no son expulsadas, las personas son sometidas a la semiesclavitud del “nuevo” modelo de trabajo, que aplica no sólo a los jornaleros, campesinos y obreros, sino también a los profesionistas que ya no tienen cobertura social.
Y es este mismo país el que ha dilapidado sus riquezas –hidrocarburos, agua, reservas de la biósfera, territorios– por la corrupción, el peculado y el cinismo de quienes ostentan y han ostentado el poder político y económico. Y que, cada día, despojan a pueblos completos de sus tierras y recursos para malbaratarlos a favor de grandes corporaciones.
Esos dolores (cuya lista lamentablemente no se agota en este breve resumen) son los que debemos mirar los reporteros. A esas personas que sufren y a las que se les niega la voz en las grandes tribunas del poder –incluyendo las mediáticas– son a las que nos debemos, como mensajeros que somos, porque de eso se trata el periodismo (el real, no la propaganda y la publicidad que hacen las plumas y las voces vendidas al mejor postor, de las que, por desgracia, sobran en México).
En el periodismo serio hay que mirar y transmitir la historia desde abajo; tomar partido por los desprotegidos, por los que sufren; o, como dijo el doctor Pablo González Casanova: respetar al ser humano, respetar la dignidad del ser humano. Luchar por la dignidad de cuanto ser humano es oprimido y discriminado (“México: los legados de la izquierda”, La Jornada, 12 de mayo de 2017).
Así que en el periodismo hay que dejar de lado ese mito de la objetividad que enseñan en la universidad. Hay que apostar por la honestidad: si somos honestos en nuestro trabajo, somos veraces y plurales. Sólo así, al tomar partido por los más necesitados, el ejercicio periodístico puede enfrentar la injusticia de este sistema y señalar sus males con el afán de que éstos sean superados.
De tal suerte que, para mirar la historia desde abajo, hay que enfrentarnos a ella con honestidad, con independencia, con libertad, comprometidos únicamente con la búsqueda de la verdad y con la sociedad, a la que nos debemos.
Como mensajeros que somos, hay que ser capaces de ponernos en los zapatos de quienes sufren alguno de los miles de dolores que padece este país; ser sensibles y empáticos con ese dolor, para poder transmitirlo al resto de la sociedad.
Porque el objetivo del periodismo, además de revelar la verdad, debe ser cambiar el orden de las cosas, modificar la realidad, evitar la injusticia. Buscar que el mundo, o por lo menos este México, sea justo, porque ahora no lo es.
Por eso –como decía el gran filósofo de esta profesión, Ryszard Kapuscinski– “los cínicos no sirven para este oficio”, pues “para ser un buen periodista hay que ser una buena persona”. Una persona honesta.
Así era el periodista y escritor Javier Valdez Cárdenas. A ese mensajero es a quien perdimos, todos, este 15 de mayo. Fue a él, y a su ejemplo, a quien liquidaron sicarios protegidos desde la cúpula del poder, porque en las instituciones también hay delincuentes. Los grandes capos están ahí.
Valdez Cárdenas nos enseñó a desmitificar al gremio, a desenmascararlo y a olvidarnos de ese dicho de “perro no come perro”. Es él quien nos enseñó que el vacío de la sociedad en torno a los crímenes de periodistas se debe, en gran medida, a los corruptos, a los que han caído presas de la delincuencia porque la amenaza de plata o plomo es práctica común en las redacciones. Muchas veces sin plata.
El día del infame asesinato de Valdez Cárdenas, Ríodoce cerró su demoledor editorial con esta frase: “Qué pena por nuestra sociedad; qué dolor de país” (“Hoy nos pegaron en el corazón: Ríodoce”, https://riodoce.mx/mexico-nacional/hoy-nos-pegaron-en-el-corazon-riodoce). Palabras que resumen lo que esta tragedia trae consigo, porque la pérdida de Javier es para todos.
Para el gremio, este dolor que asesta su asesinato, la rabia y la indignación que produce son indecibles… Recibimos el mensaje… Y sí, “qué dolor de país”, y qué pena para la sociedad.