Para llegar a Roma, de pie ante la majestuosidad altiva e impenetrable de los Alpes, el general cartaginés Aníbal Barca sentenció a su ejército: “Hallaremos un camino, o bien lo abriremos”. Resulta imposible pensar y actuar igual viendo cada vez más cerca un futuro sin agua, sin alimentos ni aire de calidad respirable, árboles, plantas y animales silvestres, en un planeta superpoblado rebosante de desechos y con altas temperaturas en aumento, esperando que las cosas cambien por inercia, por gracia divina o por obra de la tecnología. Uno solo puede hacer mucha diferencia, aunque sea insuficiente. La buena voluntad de pocos o de muchos no hará -en materia ambiental ni en ninguna otra-, el gran cambio necesario, sin políticas públicas efectivas; sin normas nacionales y tratados internacionales multilaterales que se respeten por todos y que gocen de plena legitimidad tanto social como de parte de la mayor parte de los gobiernos mundiales.

Sin atentar contra la democracia ni las libertades, las políticas públicas decididas educan y culturizan con relativa velocidad, siempre que estén bien elaboradas; multiplican los cambios individuales alineándolos a un nuevo paradigma generador de cambio colectivo y, con ello, global. ¿Habría que romper paradigmas para reemplazarlos por nuevos? Sin duda. Ninguna democracia moderna funciona plenamente sin un componente de autoridad legítima, concepto que no es ni de cerca equiparable al autoritarismo autocrático. Siempre que sea respetuosa de los derechos humanos, la autoridad legítima es una decisión republicana y funda y motiva su actuar en el marco del Estado Constitucional, es decir, en el orden jurídico local, nacional e internacional.

¿Qué podría funcionar sin más paliativos inservibles ni autoengaño? La solución menos perjudicial podría estar en manos de una organización supranacional como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), mediante un acuerdo multinacional que busque el consenso en la conciencia colectiva de todas las naciones del mundo: Estabilizar y controlar la población en aras de mantener nuestra calidad de vida, reservando la mitad de acres de toda la tierra para la naturaleza, y la otra mitad para la civilización humana, incluyendo a toda nuestra producción industrial, agrícola y ganadera, con ciudades planeadas hacia arriba, todo envuelto en un nuevo paradigma finalmente auténtico de la tan pretendida como anhelada sustentabilidad, jurídicamente exigible a todas las naciones sumadas por medio de un gran tratado multilateral.

No obstante, la realización de ésta o cualquiera otra propuesta hacia una solución de fondo jamás sería camino fácil ni exento de riesgos: un acuerdo de tal magnitud, a fin de esquivar el riesgo de quedar empantanado en la utopía, requeriría primeramente que los líderes políticos del mundo se convirtieran en los estadistas pensantes del futuro de las próximas generaciones y no únicamente de las próximas elecciones, como arguyó Churchill hace más de medio siglo, para que paso siguiente, centraran muchos de sus objetivos en la concientización masiva de los poderes fácticos y de sus ciudadanos, acelerando así la evolución social y guiándola conscientemente hacia los fines humanos más convenientes.

Algo que hoy suena imposible en momentos en que parece acabarse el tiempo, ante una clase política y empresarial que parece más que nunca obcecada bajo los efectos de la fiebre del poder y del dinero, y con sociedades posmodernas enclavadas en el paradigma de los modelos interminables de desarrollo económico y, sobre todo, poblacional, que a lo largo de los próximos cien años de humanidad, muy difícilmente podrán contemplar un lugar digno para la conservación necesaria del equilibrio ecológico.

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