A estas alturas del partido, no creo que haya personas con dos dedos de frente dispuestas a sostener en público, con evidencias y argumentos razonables, una evaluación favorable de las instituciones públicas de reciente cuño, todas, creadas para resolver problemas estatales clave (léase bien: estatales, no gubernamentales ni muchos partidistas): tutelar el derecho de los mexicanos a elegir representantes populares en comicios justos, libres e imparciales (INE, antes IFE); tutelar el derecho de los mexicanos a la transparencia, el acceso a la información y la protección de datos personales (INAI, antes IFAI); tutelar el derecho de los mexicanos a precios de mercado y competitivos (COFECE); tutelar la constitucionalidad y legalidad de los derechos políticos de los ciudadanos (Tribunal Electoral); y así por el estilo.
En cambio, eso sí, sobran defensores oficiosos, saltimbanquis disfrazados de intelectuales, atentos y dispuestos a defender lo indefendible, motivados por las migajas que reciben (muchos de ellos cobran como asesores o son cuates de los beneficiarios de las cuotas en dichas instituciones) o las expectativas de recibirlos. Desde su peculiar perspectiva, resulta entre pecaminoso y ominoso “mandar al diablo estas instituciones”, con el sambenito de que la democracia, la transparencia, la competencia, la constitucionalidad… (whatever), colapsarían si dichas instituciones dejaran de operar o la pretensión —ilusa, por cierto— de que “como todo es mejorable, pueden mejorar”.
Así las cosas, hoy, una pregunta tan urgente como insoslayable a responder es, ¿qué hacer con estas instituciones estatales, específicamente éstas, que resultan de importancia estratégica para el desarrollo nacional? Y, para arribar a respuestas útiles, habrá que reconocer que no existe un contexto científico-técnico adecuado para debatir cómo se debe. Los intérpretes legítimos de la política, más por ceguera que por voluntad, dejaron en el vacío el análisis sobre el régimen que emergió y coaguló, más impulsado por las inercias que por visión estratégica alguna, con el avance de la era de la alternancia y tras la ruptura del eje de gobernabilidad del ancien régime presidencialista: la cuasi omnímoda institución presidencial y el PRI, su fiel y disciplinado escudero.
Parte relevante del vacío analítico tiene que ver con la refuncionalización de las maquinarias partidistas, sin vida democrática interna o muy precaria, en el entorno de una secuela de ocupantes (prianistas) de la des-empoderada silla presidencial, con escasa claridad y menos arrestos para impulsar una reingeniería gubernamental, que terminaron llenando el vacío provocado por el declive del presidencialismo. Poco o ningún eco en el debate intelectual sobre la política mexicana, ha generado el reclamo concentrado en el afortunado término “partidocracia”. Llegó el momento de dar el giro, porque precisamente es obligado hacerse cargo de que estamos frente a uno de los componentes significativos en la estructuración y dinámica del régimen actual: la hegemonización del espacio público-político por las cúpulas de los partidos políticos con capacidad decisoria.
Entre los aciertos mostrados por estas cúpulas está el haber entendido que son compañeros en un viaje de doble carril: competir entre ellos, incluso a veces con intensidad y rudeza, por la ocupación de los cargos políticos y el manejo de los recursos públicos (ahí está el negocio); y, a la vez, cooperar a ultranza, cual hermandad consensual (el pacto de impunidad), para defender sus privilegios frente a los reclamos de un público ciudadano cada vez más irritado. Precisamente, una de las piedras angulares del consenso partidocrático pasa por el control —“captura” compartida (método de cuotas y de cuates en los cargos de la alta dirección), dirían algunos—de las instituciones estatales clave en la preservación o blindaje de sus privilegios rentistas (corrupción), con total impunidad.
En el escenario partidocrático nacional, la pregunta obligada para los promotores de la propuesta de mejorar las instituciones antes que “mandarlas al diablo” es, ¿cuáles son las condiciones de posibilidad y las propuestas concretas para mejorar las instituciones sin intervenir en el problema de origen, que es la subordinación sistémica de los consejeros, comisionados, magistrados, etc. a sus patrocinadores, los partidos políticos? Al respecto, la pregunta rebelde para los amantes del status quo, disfrazados de intelectuales moderados, es ¿por qué consideran que arando con las mismas mulas se tendría un resultado distinto en el cortísimo plazo de las elecciones del 2018?
Doy por descontado que la solución sea, literalmente hablando, “mandar al diablo las instituciones”. De hecho, tal ha sido el cometido de las maquinarías partidistas y sus escuderos en los cargos de dirección, para forzarlas a operar de espaldas al espíritu de la ley y el interés público. La desconfianza y el repudio crecientes de la mayoría de los ciudadanos de este país, documentadas por las encuestas especializadas, es prueba de que han obrado en esa dirección con empeño, diligencia y consistencia.
Si lo anterior es correcto, la tesis escamosa de Aguayo de que el INE es un peligro para México amerita ser extendida a las instituciones estatales, en virtud de que cojean exactamente del mismo pie. En tal virtud, es tiempo de asumir que el descabezamiento es una condición necesaria, aunque no suficiente, para retrotraer las instituciones hacia el cumplimiento de su misión constitucional, siempre y cuando se implemente un método de selección estrictamente profesional. No lo sé de cierto en todos los casos, pero sí en el terreno electoral, que es posible organizar las elecciones presidenciales con un Consejo General renovado, incluso al cien por ciento. La burocracia electoral del INE, sobre cuyas espaldas descansa la implementación de las tareas sustantivas de la organización comicial, ha dado pruebas históricas fehacientes de experiencia y talento. Si se me apura, hasta podría decir que han sacado a flote a la institución, pese a los yerros y el desprestigio de sus altas autoridades.
El drama actual, si se aprecia con cuidado, estriba en ir a las elecciones de 2018 con un INE cuestionable y desconfiable desde el entender mayoritario, es decir, con más de lo mismo; o bien, dar un golpe de mano, con los riesgos conocidos, y renovar las estructuras directivas. Un conocido adagio popular dice “el que no arriesga, no gana”. Es tiempo de recobrar las instituciones. Sin ellas, no hay país ni destino. Al tiempo.
*Analista político
@franbedolla