Salvador Díaz Mirón fue un político de una categoría hoy extinta. Trabajó como diputado por Veracruz en más de una ocasión, dirigió el Colegio Preparatorio de Xalapa y publicó numerosos volúmenes de poesía de una calidad incuestionable. Los textos que conforman su primera etapa son frascos con los sedimentos del espíritu romántico, los de la segunda prefiguran la estética del modernismo donde el idioma se erige como tirano que debe ser derribado; los enemigos de Díaz Mirón ya no son los traidores a la patria, ni tampoco sus semejantes, sino los eslabones que juntos crean la gran cadena significativa: el verso.
«A quien me grita le pego, y a quien me pega lo mato», Salvador fue misántropo y quizá por eso ingresó al seminario, sin embargo, el evangelio se le presentó como un camino torpe que al año abandonó para dedicarse a coleccionar armas y batirse en duelo a la menor provocación; a sus veinticinco años de edad un incidente marcaría su vida, deshonrado por un evento absurdo (como lo son todos aquellos que atentan contra la soberbia) decidió retar a su contrincante a desenfundar pistolas y disparar contra el corazón enemigo, pero un movimiento lento hizo a Díaz Mirón recibir una bala en la clavícula y perder la movilidad de la siniestra. Así, manco, un pistolero sucumbía, pero un doble de Byron o Cervantes recibía su honroso lugar en la sala de los escritores tullidos.
La incontrolable ira llevó al poeta a ser encerrado en la cárcel, y fue durante su estancia más larga, aquella que terminó al mismo tiempo que el porfiriato, donde concibió su poema “El fantasma”: «Blancas y finas, y en el manto apenas / visibles, y con aire de azucenas, / las manos –que no rompen mis cadenas. / Azules y con oro enarenados, / como las noches limpias de nublados, / los ojos –que contemplan mis pecados. / Como albo pecho de paloma el cuello, / y como crin de sol barba y cabello, / y como plata el pie descalzo y bello. / Dulce y triste 1a faz; la veste zarca… / Así, del ma1 sobre la inmensa charca, / Jesús vino a mi unción, como a la barca. / Y abrillantó a mi espíritu la cumbre / con fugaz cuanto rica certidumbre, / como con tintas de refleja lumbre. / Y suele retornar, y me reintegra / la fe que salva y la ilusión que alegra; / y un relámpago enciende mi alma negra.»
Salvador en su celda reposa, Salvador en la cárcel odia y Cristo lo visita para reconfortarlo, pero sus manos no rompen las cadenas del pecador. El poema tiene dos ideas fundamentales: la primera tiene que ver con las contraposiciones de luz y de sombra, pues el primer verso habla de las blancas manos de Jesús y el último de la negra alma del preso, ¿cómo el alma puede poseer una naturaleza distinta a dios si es parte de la misma fuente sagrada? La segunda idea explica la primera, Cristo no ha visitado al cautivo, sino un fantasma que se le asemeja, un espectro que, como un símil de Luzbel, toma el lugar de dios para engañar a los hombres. En los versos, el prisionero tiene las manos encadenadas no por sus actos inmorales, sino por su vileza espiritual.
La imagen del poema no es nueva, hace dos mil años nosotros nos reunimos a cenar por última vez con el encarnado sin darnos cuenta de su transparente naturaleza; ahora vemos que no hubo tal banquete, y hambrientos nos devoramos como aquella bala que perforó los huesos de Díaz Mirón hasta reducirlo a miseria.