*Por: Mtro. José Teódulo Guzmán Anell, SJ.

Durante todo el año hemos experimentado, querámoslo o no, el miedo a morir, infestados por el virus de la pandemia. Y no es para menos. Hemos lamentado la muerte de personas que conocimos y amamos en este mundo, y que han dejando de convivir con nosotros de un día para otro. Pero también nos enteramos cada día del incremento de personas que han perdido la vida en forma violenta por parte de criminales de carteles y bandas de asesinos. Sin embargo, los que aceptamos la permanencia de la vida después de la muerte, nos consolamos con la esperanza de que los difuntos continúan viviendo. Pero ¿cómo será el modo de existir de nuestros difuntos?

Uno de los prefacios de la liturgia de difuntos de la iglesia católica proclama textualmente que, al morir “la vida no se acaba, se transforma, y disuelta nuestra morada terrenal se nos otorga una mansión eterna en los cielos”. Pero no dice cómo será esta morada eterna, ni cuál será la fisonomía de quien habita en ella. La transformación de la vida es la resurrección. Nuestra vida mortal se reviste de inmortalidad, como afirma San Pablo, porque el aguijón de la muerte que es el pecado, ha sido destruido por la muerte y resurrección de Jesucristo.

Para los cristianos y demás creyentes en la trascendencia humana después de la muerte, la celebración de los difuntos no debería ser un memorial de tristeza y lágrimas por quienes se han ido antes de nosotros, sino de esperanza y consolación, porque ellos y ellas continúan viviendo en plena realización como personas, sin los impedimentos temporales y espaciales de este mundo. Ya viven eternamente en la inagotable contemplación de Dios.

No sé si todavía haya personas que piden a los sacerdotes la celebración de una o varias misas por sus difuntos para que se libren de las llamas del purgatorio. No piensan que una persona sin cuerpo mortal no puede quemarse, porque es espíritu sin materia. El purgatorio no es más que un estadio de espera y de purificación después de la muerte, para poder comprender y abrazar la belleza y el amor infinito de Dios por toda la eternidad. ¿Cómo podríamos imaginar a un Dios de infinita misericordia y amor que se complaciera viendo la tortura de las así denominadas e imaginadas “almas del purgatorio”?

Muchas veces he escuchado preguntas y dudas en torno a la salvación o condenación de quienes han pasado de este mundo a la eternidad. Y yo les respondo que las preguntas del examen final para obtener una buena calificación de parte de Dios ya están en el capítulo 25 de San Mateo. Y se resumen en una sola: ¿Qué hiciste con tu prójimo? ¿Lo ayudaste de buena gana cuando carecía de lo indispensable y necesario para vivir dignamente? ¿Abriste la puerta de tu casa y de tu corazón al menos para escuchar sus demandas y darte cuenta de sus necesidades? ¿Invertiste algo de tu tiempo y de tus ingresos para aliviar alguna de sus carencias? Probablemente habrá quien tilde de asistencialismo este tipo de acciones, o que invoque la obligación del gobierno para subvenir a la carencia de empleo, vivienda o medicamentos. Pero antes de esto prevalece la palabra de Jesucristo: Lo que hiciste con el menor de mis hermanos conmigo lo hiciste.

Como creyentes en el Dios de la vida deberíamos unir todos nuestros recursos y nuestras capacidades para luchar contra la violencia en todas sus formas, que va cobrando miles de vidas en nuestro estado y en nuestra patria y continuar gritando SI a la vida digna, NO a la muerte violenta. Sea esta nuestra plegaria en la celebración de nuestros difuntos de este año de pandemia.

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