Le contaron desde pequeño que era la obra perfecta de la creación. Le hicieron creer que los centauros y los unicornios fueron trazados por una mano poderosa y rígida capaz de sostener el universo. Así creció, masticando su masculinidad alimentando su ego entre lo sublime y lo arcano.
Conoció ropajes, brebajes, caminos, letras y volcanes; acarició el mar, se hundió en los placeres, rompió algunos corazones que le ayudarían a pegar el suyo, hasta que la conoció a ella. Sabía que era una más de la especie que se lidia entre lo mundano y sagrado. Todas iguales: lloran, gimen, gritan y ríen, se pueden calmar con un beso, un globo de colores o una promesa infinita, pero ella era diferente, flotaba en una atmósfera de poemas, de sopa de pasta, de historias hilvanadas con tiras de algodón. Se enamoró.
Quiso aprender de ella ¡oh, tremendo error! No se dio cuenta que los secretos de su esencia únicamente son de ella, se mantienen en resguardo protegidos por las capas que se van acumulando por los años colmados de risas y llanto. ¿Quién creía sentirse él para intentar penetrar su mente, para robar sus secretos, para manosear sus pensamientos?
Intentó también absorberla, hacerla suya, poseerla, y en cada intento fracasó aunque nunca se dio cuenta, pues a pesar de tener su cuerpo oliendo a Azucenas, lo recorría lleno de preguntas a las que jamás le encontró respuestas. Se mordía las uñas, miraba el fútbol y cada gol le permitía descargar su frustración.
Se erigió entonces como un roble, se mostró ante ella con la fuerza y la altura que sabía jamás poseería. La delicadeza y fragilidad natural la obligarían a aferrarse a él como lo hace la hiedra, a abrazarlo y sujetarlo, intentando sentir sus pulsaciones y su guía, pero cuando dejó de latir, cambió el rumbo, se desprendió, cayó al suelo y entonces, aprovechó la oportunidad para desarrollarse en sí misma. Así, delgadita y traviesa, lanzó todos los tallos necesarios para sujetar y alegrar su entorno, expandiéndose sin miedo, apuntaba al cielo llena de vitalidad. Él se vio amenazado por ella.
Ella, tan pequeña, tan bella. No era posible arrebatarle su esencia, no había forma de doblegarla y hacer que se rindiera.
Le regaló unas rosas y le leyó poemas de amor. Recitaba solemne a Mistral y le rogaba interpretar con sus besos a Octavio Paz. Sentía que la perdía y que de sus brazos se apartaría. Para él, ella tenía la mirada viscosa y fría, ella sabía que la razón le asistía. Truena un rayo o ¿acaso es una carcajada cavernosa? no se distingue entre los ruidos obesos que cortan el ambiente, como si hubiera sido una fina cuchilla que penetra sin dolor, sin rastro, sin rumbo, pero que delata lo inevitable: la separación, el abandono, el olvido.
Le dijeron desde niño que a ella se le conquista con una flor, él jura haberle dado miles, ella dice que ninguna de esas la llenó. Con los ojos vidriosos de llanto, el cuerpo temblando y la fatiga a cuestas, ella confiesa que no son miles las flores que necesita, solo una rosa, suave, aterciopelada, perfumada, ¡sólo una rosa!
Le dijeron desde pequeño que a ellas había que darles gusto.
Salió, buscó la rosa y con ella la golpeó.