Logré juntar un dinero, que, si bien no era suficiente para disfrutar de un largo viaje, por lo menos me daría el gusto de saber que podía lograrlo, aunque fuera algo menor, pero que me proporcionara la satisfacción de una experiencia distinta y fuera de la cotidianidad.

Llegué derrapando al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México; lo primero que hice fue acomodarme frente a la gran pantalla que cambiaba a cada momento para anunciar los vuelos, horarios, aerolíneas; demorado, en tiempo, demorado, en tiempo…

El ruido del recinto me erizó los vellos de los brazos y me sentí vigoroso respirando ese aire multinacional, esa cultura de tantos países mezclada en un ambiente que casi se podía palpar; idiomas, rasgos, vestimentas, equipajes.

Tenía tiempo todavía, así que decidí que una copa de vino y una buena comida me vendrían bien antes de continuar con mi viaje.

Elegí el restaurante La Mansión; quería saber que podía darme el lujo de comer un buen corte, sin importarme lo que debía pagar por ello.

–Le puedo ofrecer una copa de vino.

–Tráigame un Malbec y voy a querer de entrada un jugo de carne, un Rib Eye a punto y ensalada de elote, además de una chistorra antes del corte.

Miré los muros del restaurante, con cuadros que mostraban fotografías en blanco y negro de paisajes de diversas partes del mundo, como los comensales que iban y venían: japoneses, coreanos, norteamericanos.

La chistorra venía acompañada con unos chiles que seguramente eran toreados, porque a la primera mordida me sacaron las lágrimas; deliciosos, pero bastante picosos; la carne en su punto, sí, jugosa, exquisita, y el jugo de carne, ni se diga.

Fue mi mejor comida del año; satisfecho pedí un café americano de máquina que resultó una delicia espumeante con un sabor amargo pero noble.

Salí del restaurante, no sin antes dejarle al mesero atento un 15 por ciento de propina; se lo había ganado.

Lo primero que hice fue ir a la pantalla y verificar los vuelos; había tiempo, así que decidí pasear por las tiendas de souvenirs; comparé los precios, la calidad de los productos y me imaginé de dónde venía tanta cosa que vendían ahí: recuerdos que hay que llevar para los amigos, familiares o conocidos a los que hay que hacerles ver que se les recuerda aun estando en tierras lejanas.

Las casas de cambio anunciaban la venta del dólar norteamericano y el euro; unas en dos, tres centavos más caros que las casas del piso de abajo, así que busqué la que tenía el precio más bajo; me paré a mirar las filas de personas que cambiaban divisas y me di cuenta de que, a veces hay más clientes en las que tienen los precios altos. Supongo que a la gente no le importa pagar unos céntimos de más con tal de tener comodidad o rapidez.

Miré mi reloj y fui a consultar la pantalla: demorado, a tiempo, demorado, a tiempo…

Me acerqué a las computadoras de hacer checkin y luego a las máquinas de emplayar las maletas: ¡Novecientos por cada maleta! Preferiría gastarme esos mil ochocientos de dos maletas en un buen café de París.

Era casi la hora, así que decidí comprar dos botellitas de ron que encontré en una de las tiendas. Esas me las reservaría para la colección que tengo en la cantina de mi sala.

El tiempo se me había agotado; era el momento de partir. Salí caminando rumbo al Metro Aeropuerto y no me di cuenta del viaje hasta que llegué a la estación Viaducto; me bajé y caminé con mi mochila al hombro hasta 5 de febrero; entre al departamento y me recosté pensando que el viaje bien había valido la pena.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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