Durante la línea de tiempo que recorremos a través de la vida, nuestras distintas etapas nos ubican en situaciones, gustos, necesidades, exigencias e intereses diferentes, o en casos extremos, ante retos que a veces nos parecen imposibles de resolver.
Sin embargo, cuando hemos llegado a cierta madurez, deja de ser importante el reconocer que se bebe ron en lugar de whiskey; que se escucha a Los Ángeles Azules en lugar de reggaetón.
Y es que llega un tiempo en el cual ya no hay necesidad de tratar de agradar.
Tengo un vecino que todos los días sale a la calle en shorts, chanclas y playera (la misma muda siempre) e incluso así me lo encuentro en la recaudería o en el súper y a él parece importarle muy poco lo que digan los demás.
La elegancia pierde la forma ante la seguridad: cuando el sujeto deja caer el uniforme que lo soporta; ese traje social con máscara del cual nos vamos construyendo conforme crecemos; aquél que nos reviste de confianza, bondad, amabilidad, poder o alegría, según la estampa que queramos manejar o aquella que aprendimos de niños y que nos proporcionaba las ventajas necesarias para defendernos del entorno social.
Es cierto que los hombres mayores entre más arreglados tienen un mejor aspecto: rasurados, el cabello bien cortado, sus cejas detalladas, sin vellos en orejas y nariz.
Conocemos tipos o mujeres mal encarados todo el tiempo; señoras que por todo sonríen; personas que parecen de una pieza; o aquellas que les cuesta trabajo la flexibilidad u otras demasiado exigentes que todo lo requieren perfecto.
El mundo cambia conforme crecemos (o será que somos nosotros quienes modificamos nuestra percepción del mundo).
Conozco personas mayores que van sonriendo, incluso carcajeándose, aún cuando carecen de dientes frontales; llega un tiempo en el que ya poco importan los demás, tiempo en el que, incluso por salud emocional, es mucho mejor mirar hacia dentro que hacia afuera.
Los psicoterapeutas reciben pacientes o clientes con diversos problemas o trastornos, pero uno de los indicadores al iniciar el registro de la historia clínica, es, por obligación, saber la profesión o el oficio de quien se sentará enfrente para ser atendido, pues no es lo mismo un ingeniero (cuya estructura mental es de procesos), a un diseñador (cuyo concepto de la vida es abierto e inclinado a lo artístico).
El ingeniero, por su parte, no puede calificarse como un ser rígido o estructurado, puesto que su profesión le ha llevado a mirar la vida desde una perspectiva de procedimientos.
En cambio, el diseñador nos mostrará a un ser quizá desparpajado y ciertamente, hasta pueda parecer irresponsable.
De manera que las profesiones o los oficios también nos van haciendo como seres humanos.
Sin embargo, llega ese tiempo, citado al inicio, en el cual se rompen las estructuras y el camino de la humanidad se vuelve más abierto, ligero o permisible, con sus contadas excepciones, que las hay y de qué forma: “genio y figura hasta la sepultura”.
Pero en lo general, la sabiduría, el conocimiento, la experiencia, proveen una sensación más relajada de aquello que antes parecía apremiante: ¿Cuál es la prisa? ¿Qué necesidad de angustiarse? ¿Para qué tanto embrollo?
La juventud empuja en su lucha por hacerse un lugar; un sitio que aquellos que han recorrido décadas por esos caminos por los que vienen los jóvenes, han ocupado una y más veces. Rutas recorridas tantas veces que hoy parecen de una sencillez infantil.
Que la juventud empuje, porque es característica intrínseca de esa etapa; que la madurez proporcione paz, tranquilidad y bienestar, porque es una recompensa a tantos años dedicados a sortear la vida. No todos llegan y los que así lo consiguieron, merecen al menos una palmada en la espalda, proporcionada por sí mismos.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
@ALEELIASG