A las cosas por su nombre

Alejandro Elías

En los muros de la oficina del abuelo había fotografías, diplomas, platos de cerámica y porcelana, supongo que producto de sus viajes por el extranjero.

Una vez logré hurgar en su chifonier mientras no estaba; por las prisas había olvidado cerrarlo con aquella llave grande, forjada a mano; dentro había documentos diversos, un reloj dorado de bolsillo, tan grande que no me cabía en la palma de la mano.

La casa tenía pasillos con pisos de pasta que conducían a las recámaras y a los baños, acondicionados con tinas de metal y llaves grandes de bronce.

Debí tener 7 años cuando la curiosidad por conocer todo lo que había en la casa era como una enfermedad que me carcomía; quería saber de las cosas: entender, tocar, sentir y olfatear lo antiguo como si habláramos de un tesoro oculto.

La casa tenía muebles estilo Luis XV, desde el comedor para 12 personas hasta la sala color melón.

Sabía que las llaves siempre estaban dentro del bolsillo del saco negro que colgaba de un perchero tan alto que me era imposible alcanzar, así que espiaba por el agujero del cerrojo cuando el abuelo cerraba los cajones del mueble y rezaba porque esta vez los dejara sin llave.

Las fiestas de fin de año ocupaban toda la estancia para el árbol lleno de figuras rojas y verdes, las viandas, las copas con uvas y hasta la pista de baile, sin obviar por supuesto, El brindis del bohemio, en voz de Manuel Bernal como un requisito sacrosanto de todos los fines de año.

–¡Joaquín! ¡Ya está el desayuno! –gritó esa mañana la abuela, que era tan dulce como la de un cuento; el abuelo, que estaba a punto de meter la llave al chifonier, brincó cuando escuchó el grito; se levantó sin cerrar y aventó las llaves en su bolsillo derecho del saco para acudir al llamado.

Su auto era un Buick eight del año 1948, de color negro, que le iba muy bien a su personalidad.

El abuelo bajó a desayunar; yo sabía que de ahí pasaría a lavarse los dientes en el baño de la planta baja y luego directo a su trabajo, que por entonces era una oficina grande en un banco de renombre ubicado en el Centro de la Ciudad de México.

La abuela, Isabella, era la adoración de su esposo, José Rafael; los mimos que él le hacía todos los días me hacían comprender que el amor tenía una sola interpretación y era la relación que llevaban estos dos.

Me acerqué al chifonier sabiendo que la abuela estaría lavando los trastos –con sus medias de un rosa carne enrolladas arriba de las rodillas –y que nadie más subiría, de manera que tenía toda la mañana para saciar mi curiosidad.

En uno de los cajones encontré varios documentos: cartas, facturas y lo que después supe, eran escrituras; el reloj brillante, pesado que tomé y coloqué sobre mi mano; una caja de madera que al abrirla me inundó con un aroma fuerte a tabaco; una billetera café con piel de cocodrilo; unas mancuernillas con unas piedras brillantes que alguna vez le vi saliendo de las mangas del saco; muchos billetes verdes que no reconocí de dónde eran y en uno de los cajones de abajo, un revolver como el que había visto en las películas de vaqueros.

En ese tiempo El Llanero Solitario y Toro me hacían transportarme más allá de la pantalla del televisor en blanco y negro; era yo quien montaba a Pinto y lo fustigaba para cabalgar más allá de las praderas.

Revisaba el revolver y jugaba a darle vueltas sobre mi dedo medio cuando la abuela entró pegando un grito por la sorpresa de verme con el arma; brinqué sorprendido y la bala se hundió en su frente.

La vi caer y todo me dio vueltas; lo último que recuerdo fueron los diplomas, las fotos y los platos sobre los muros de la oficina.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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