Cuando Gabriel García Márquez dijo que “el periodismo no se aprendía en las aulas, sino en las redacciones”, no pretendía negar el valor de la educación, más bien propuso señalar una verdad incómoda: la brecha entre las universidades y la vida profesional se ha vuelto un abismo donde el periodismo pierde más de lo que gana.
Se forman periodistas con títulos impecables y diplomas relucientes pero sin el instinto de sabueso, sin la urgencia de la noticia y peor aún, sin la conciencia de la responsabilidad que implica contar la verdad en tiempos de mentiras orgánicas.
Mientras los medios se debaten entre la inmediatez de las redes sociales y la presión de los clics, las aulas siguen llenas de tratados deontológicos y códigos de ética que pocos leen y menos aplican.
Pero no es justo responsabilizar solo a las universidades, porque los medios en su afán por la rentabilidad, han convertido a los reporteros en creadores de contenido, en empleados que firman notas dictadas por intereses ajenos a la verdad
¿Cómo puede un periodista defender la ética cuando su supervivencia laboral depende de no incomodar demasiado?
No hay periodismo sin compromiso social, sin esa necesidad insobornable de escarbar en la realidad hasta encontrar el hueso de la noticia (no de la política).
Y es que la ética, antes que un código de conducta, es una forma de permanecer en el mundo. Aristóteles la llamó “el arte de vivir bien”, pero para un periodista es más bien “la obligación de vivir incómodo”.
Luego, Sócrates y Platón hablaron de ella siglos antes de que existiera la prensa y Kant descubrió que el deber moral “no es opcional, sino ineludible.”
Aplicado al periodismo, esto significa que el reportero tiene la obligación de ser veraz, de rectificar cuando se equivoca y de no rendirse ante la presión de intereses ajenos a la información. Empero, ¿cuántos de los nuevos periodistas lo comprenden realmente? ¿Cuántos saben que su tarea es más que producir contenido para redes sociales?
El periodismo es un oficio de servicio público, requiere convicción, valentía y un compromiso con la verdad que ningún título puede garantizar, es decir lo que otros callan, preguntar lo que nadie quiere responder; desconfiar hasta de la propia certeza que pueda mostrar cualquier realidad, pues ésta solo será evidente, en tanto se desarrollen procesos para su verificación, contraste de datos, comparación en la información, para después y “ahora si”: la comprobación de hechos, que permitan contar la historia.
Las escuelas pueden impartir cursos sobre normas y valores, pero la ética no se aprende en una banca; se forja en la duda, en el dilema de publicar o callar, en la decisión de perder un empleo antes que la credibilidad y ese es el punto crítico: el periodismo no solo necesita universidades que formen periodistas, sino empresas que les permitan ejercer la profesión con dignidad, porque sin verdad, sin rigor y sin independencia, la prensa deja de ser el llamado “cuarto poder” (que no es más que el social), para convertirse en un eco vacío.
Y como concluyó Immanuel Kant: «la libertad es aquella facultad que aumenta la utilidad de todas las demás facultades».
Sin periodistas libres, no hay ciudadanos informados. Sin verdad, solo queda el ruido.
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