Sólo, en la plaza pública digital, se encuentra inmóvil y disconforme al observar un montón de palabras falsas que le caen como balas rápidas, cortantes y sinsentido; todas despiadadas. Ahí están y se ven de a poco desde pantallas que se convierten en el pleno de juicio para quienes prefieren evitar la confirmación de hechos, quizá por simple fiaca o mera astracanada.
Y así en actuación digna de comparar con las artimañas de Ápate, los adjetivos vertidos de forma anónima en las redes sociales, cumplen sus propósitos de malevolencia.
Pero el sabe la verdad, la ve clara como el mediodía y la razón teórica le muestra un camino: que los hechos son rectos tanto como comprobables.
Pero la razón práctica lo frena, tan pesada como un toro herido por las puyas clavadas en el morrillo, durante el tercio de varas.
Las palabras escondidas bajo el anonimato que regala en oportunidad, de forma descarada e infame toda red social, pueden causar heridas profundas e inmediatas, pero también oferta la bondad de encontrarse irremediablemente en un modo disruptivo, lo que hace pasajera la agresión. Sin embargo, no obstante y mientras tanto, lo ya mostrado en redes ofrece castigos que no se llegan, ni se llegarán a entender. Nunca y como para qué.
Así que impávido, sabe que no puede (tanto como tampoco quiere) responder con improperios de vuelta, no por miedo, sino por honor.
Las nuevas tecnologías contienen decenas de aplicaciones astutas con todo tipo de las llamadas “fake news”, mismas que pueden convertirse en armas letales en manos torpes, para causar y provocar incluso, resoluciones superiores alejadas de la justicia; esa que entendían filósofos como Platón y Aristóteles, como una virtud.
En este escenario, la razón teórica nos ayuda a descifrar la verdad, a desentrañar los hechos, pero la razón práctica, la que guía nuestras acciones, a menudo nos deja paralizados, atrapados entre la moral y la necesidad de protegernos.
Hoy, ante el uso indiscriminado de nuevas tecnologías y aplicaciones inteligentes para difamar, nos enfrentamos a una disyuntiva que proyecta el preguntarnos ¿cómo defendernos sin caer en el mismo juego que nos hiere?
La información circula a la velocidad de un clic y las plataformas digitales, con su promesa de conexión, se han convertido también en campos de batalla. Las aplicaciones inteligentes, diseñadas para optimizar nuestras vidas, son manipuladas para crear narrativas falsas que demeritan a una persona en cuestión de segundos. Un tuit, un video editado, post en Face, un titular sensacionalista; todas, herramientas que pueden destruir reputaciones y sembrar desconfianza.
Las noticias falsas se propagan seis veces más rápido que las veraces, alimentadas por algoritmos que priorizan la viralidad sobre la verdad y aunque la razón teórica nos permite analizar este fenómeno, entender los mecanismos detrás de la desinformación y distinguir lo falso de lo real… ¿qué hacemos cuando somos el blanco?
El agraviado, víctima de acusaciones infundadas, enfrenta un dilema ético y práctico, pues la razón teórica le dice que las fake news son un constructo, una distorsión que puede desmontarse con hechos, sin embargo, la razón práctica, la que rige sus decisiones, le impone un silencio forzado.
Defenderse activamente podría significar entrar en un juego sucio, amplificar la mentira al darle más visibilidad o peor aún, comprometer principios morales al adoptar tácticas similares a las del agresor y actuar en defensa propia que, aunque legítimo, a veces implica un costo emocional y social que no todos están dispuestos a pagar.
Esta disyuntiva no es solo personal, sino colectiva. Las nuevas tecnologías nos han dado herramientas para comunicarnos, pero también han amplificado nuestra vulnerabilidad. Las aplicaciones de inteligencia artificial, capaces de generar deepfakes, voces o textos convincentes, han democratizado la creación de desinformación.
En 2024, un informe de la UNESCO destacó que el 60% de los usuarios de redes sociales ha compartido, sin saberlo, contenido falso, lo que agrava el problema.
La razón teórica nos empuja a buscar soluciones como sistemas de verificación, educación mediática, regulación de plataformas, pero la razón práctica nos enfrenta a la realidad de ¿cómo protegemos a una persona sin coartar la libertad de expresión o alimentar un ciclo de venganza digital?
La respuesta no es sencilla, pues quien sufre la difamación debe navegar entre el deseo de justicia y la prudencia moral.
Dicen los que saben, que a veces (solo a veces), el silencio es la única defensa que no traiciona los propios valores, aunque ello implique soportar el peso de la injusticia.
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