Atardecer en la Plaza de las Tres Culturas de la Ciudad de México, símbolo de un mestizaje glorioso, y lugar de un crimen de Estado planeado donde la inocencia se desangró bajo las balas de un gobierno traidor. El 2 de octubre de 1968, en Tlatelolco, la juventud mexicana, esos jóvenes soñadores de dieciocho años en promedio, con pancartas en las manos y fuego en los ojos, fue acribillada sin piedad. No fue una confrontación, fue un «exceso y un asesinato». Fue un “genocidio” calculado, por duro que se escuche, un rugido de rabia estatal que aún resuena en las grietas de nuestra historia, dejando un vacío de frustración y enojo que carcome el alma social.
Cientos, tal vez miles, de vidas truncadas en un instante de terror, mientras el mundo se preparaba para aplaudir los XIX Juegos Olímpicos de la era moderna aquí en México. Sentimos la bilis subir al recordar que, detrás de las medallas, yacían cuerpos de jóvenes criminalizados como «comunistas», solo por atreverse a exigir democracia.

Los antecedentes de esta tragedia son un tapiz de humillaciones acumuladas, un México priísta asfixiado por la mano de hierro del presidente Gustavo Díaz Ordaz y su secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez. Un presidente, de origen poblano, un burócrata de mirada fría que gobernaba como un virrey colonial. Todo estalló el 26 de julio de 1968, cuando un altercado trivial entre estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN) y preparatorianos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en la calle Rubio, Ciudad de México, desató la represión policial. Granaderos armados con toletes y gases lacrimógenos cargaron contra los jóvenes, dejando heridos y un mensaje claro: el gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) no toleraría disidencia alguna.
Lo que empezó como un pleito estudiantil se convirtió en un movimiento nacional, el «Movimiento del 68», un clamor por libertades básicas: fin a la represión, disolución de la policía granadera, indemnización a víctimas, libertad para presos políticos y derogación del artículo 145 del Código Penal, que criminalizaba la disidencia como «disolución social». Los estudiantes, unidos en el Consejo Nacional de Huelga (CNH), no eran terroristas; eran el pulso vivo de un país harto de autoritarismo, de elecciones fraudulentas y de un llamado «milagro mexicano» que solo enriquecía a unos pocos mientras el pueblo se desangraba en la pobreza. Al parecer, las cosas no han cambiado.
La Universidad Nacional Autónoma de México fue el epicentro de esta rebeldía. Bajo el rector Javier Barros Sierra –un hombre de principios que, contra el viento del poder, se plantó al lado de los estudiantes–, la UNAM se convirtió en bastión de resistencia. El 1 de agosto, Barros Sierra lideró una marcha multitudinaria por el Zócalo, la “marcha del silencio”, con miles de universitarios exigiendo justicia. Su apoyo no fue tibio: suspendió clases, abrió las puertas a asambleas y desafió directamente a Díaz Ordaz, quien veía en la autonomía universitaria una afrenta personal. El IPN, con su tradición obrera y técnica, aportó la garra combativa; sus politécnicos, endurecidos por la pobreza, fueron los primeros en las barricadas.
Pero el movimiento trascendió: en Guadalajara, Monterrey, Puebla y otras ciudades, ecos de protesta resonaron. Y no solo universidades: organizaciones de la sociedad civil –intelectuales como Carlos Monsiváis, amas de casa que cocinaban para huelguistas, obreros que paralizaban fábricas, tejieron una red de solidaridad que aterrorizó al régimen. Profesores, artistas y hasta sacerdotes católicos se unieron, convirtiendo el 68 en un mosaico de indignación popular.

EN PUEBLA EL FUEGO SE PROPAGÓ
Lejos de la capital, el fuego se propagó. En Puebla, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) –entonces Universidad de Puebla– ardía con la misma furia. Desde el 23 de julio de 1968, estudiantes poblanos se levantaron contra irregularidades electorales y por autonomía universitaria, en un movimiento que duró hasta diciembre. El 11 de julio, un estudiante fue asesinado y hubo nueve heridos en choques cerca de la residencia del gobernador, un preludio sangriento que los unió al CNH. Para el 30 de julio, escuelas poblanas como la Preparatoria Nocturna y Economía suspendieron actividades en solidaridad con la invasión militar a la Preparatoria de San Ildefonso en México. Marchas, pintas y mítines –como el del 4 de septiembre contra grupos derechistas– mostraron su compromiso. El 18 de septiembre, protestaron la invasión al IPN; el 3 de octubre, tras Tlatelolco, tomaron las calles en duelo y rabia.
No hay registros precisos de nombres o cifras específicas, un vacío frustrante que grita la impunidad, pero testimonios y crónicas confirman que estudiantes de Puebla viajaron a la Ciudad de México para unirse a la manifestación del CNH en Tlatelolco. Su sangre, aunque no contada en las listas oficiales, fluye en el río de la memoria colectiva, un recordatorio de cómo la represión no respetó fronteras estatales.
UN TLAXCALTECA SOBREVIVIENTE
Lo mismo se aplica al estado de Tlaxcala, vecino y solidario: jóvenes tlaxcaltecas se incorporaron al Movimiento del 68, participando en marchas y asambleas, y algunos cruzaron a la Ciudad de México para el mitin de Tlatelolco. Destaca un sobreviviente de esa noche, José David Vega Becerra, aunque nació en la Ciudad de México el 17 de abril de 1946, fue tlaxcalteca por adopción. Sus padres fueron el profesor David Vega Vázquez, originario del estado de Tlaxcala, y su madre fue la profesora Sara Becerra Sánchez. José David, integrante del movimiento estudiantil, ya fallecido, es recordado como el último orador del mitin en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, instantes previos a la masacre estudiantil.
Al igual que en Puebla, la opacidad gubernamental oculta nombres específicos de tlaxcaltecas caídos esa noche; el encubrimiento sistemático borró sus huellas, pero no su eco en la lucha nacional por la justicia.
EL TERROR DE LAS BENGALAS Y EL BATALLÓN OLIMPIA
Pero el enojo se desborda al pensar en el rol represor del gobierno. Díaz Ordaz, ese titiritero del terror, orquestó la masacre con la frialdad de un verdugo. El Batallón Olimpia –paramilitares vestidos de civiles, entrenados por el ejército– y helicópteros del Estado Mayor Presidencial iluminaron la plaza aquel 2 DE OCTUBRE QUE NO SE OLVIDA, con bengalas antes de descargar plomo. A las 6 de la tarde, miles se reunían pacíficamente; a las 6:15, el infierno. Balas silbando, cuerpos acribillados en escaleras y pasillos de los edificios de los multifamiliares de la Unidad Tlatelolco, madres arrastrando cadáveres de sus hijos.
El gobierno mintió: «44 muertos», dijeron, mientras testigos oculares y periodistas extranjeros contaban cientos, quizás más de 500. Detenciones masivas, más de 1,400 aseguran testigos, torturas en Lecumberri, y un silencio impuesto por la prensa comprada.
Esa noche, en una de las mayores vergüenzas en la historia del periodismo en México, Jacobo Zabludovsky, en su noticiero 24 Horas, mintió al minimizar la masacre de Tlatelolco, presentándola como un «incidente» provocado por «alborotadores». Leyó un guion oficial del gobierno, ocultó la brutal represión y muerte del Ejército contra estudiantes. Su relato, emitido en cadena nacional, buscó encubrir un crimen de Estado.
El PRI, ese monstruo monolítico, priorizó el «orden» sobre la vida humana, criminalizando a los jóvenes como «comunistas infiltrados» para justificar el baño de sangre. ¿Comunistas? Eran idealistas, hijos de la posguerra que soñaban con un México sin corrupción, sin balas por pedir libros en lugar de tanques. Esa etiqueta no era casual: era el pretexto para boicotear cualquier amenaza a los XIX Juegos Olímpicos, inaugurados el 12 de octubre en el Estadio de Ciudad Universitaria de la UNAM, teñido de hipocresía. México quería medallas, no justicia; oro, no libertad. Los estudiantes, con su «¡No queremos olimpiadas, queremos revolución!», eran el estorbo que Díaz Ordaz aplastó para que el mundo viera un país «moderno», mientras enterraba a sus hijos en fosas comunes.
UNA PUÑALADA QUE NUNCA FUE CERRADA
Reflexionar sobre esto duele como una puñalada abierta: esos jóvenes, etiquetados como rojos subversivos, no eran agentes del caos, sino antídotos a un régimen podrido. Su «delito» era visibilizar la fractura de un México que fingía prosperidad mientras reprimía a sus mejores mentes. Frustrante, sí, porque 57 años después, la impunidad persiste: ni Díaz Ordaz, ni Echeverría, ni sus verdugos enfrentaron justicia real. Violento, porque la escena de Tlatelolco, cuerpos amontonados ensangrentados, es un grito de venganza contenida. Triste, porque robó futuros: poetas silenciados, ingenieros que nunca construyeron, madres que nunca más los abrazaron.
Tlatelolco fue la semilla de la Guerra Sucia, esas décadas de los 60´s a los 80´s, donde el gobierno mexicano practicó el terror sistemático: desapariciones forzadas, fosas clandestinas, torturas en centros como el Campo Militar Número Uno. Miles de víctimas, las de Ayotzinapa a Acteal, brotaron de esa misma raíz priísta, con resultados nefastos que aún envenenan nuestra democracia.