Sacó un bate pequeño de la cajuela.

–Ahora sí, ¿qué traes?

–Lo que quieras; tanto a ti como a mí nos vale madres, así que vamos a darnos y a ver de a cómo nos toca—le respondió Juan apretando la llave de quitar tuercas: una ele de cincuenta centímetros de largo.

Mientras le conminaba a iniciar el ataque, se imaginaba incrustando la llave en el cráneo de ese cuarentón envalentonado: veía chisporrotear la sangre mientras el bravucón caía dominado por los poderosos golpes de la barra de metal.

El pleito se suscitó en Camino Real y Zavaleta, cuando Juan acordó (tarde) estacionarse en la plaza para esperar a la compradora de su teléfono celular. Bajó la velocidad abruptamente y puso la direccional izquierda al mismo tiempo que viraba; el auto detrás se pegó a la bocina y lanzó sus luces como la extensión de un vómito agresivo; el gesto irrita a Juan: frena bruscamente y mira por el retrovisor preguntándose si acaso no podía estacionarse:

–¿Cuál es tu problema?

Estaciona y mira el auto blanco entrar a la plaza y pararse en doble fila; el hombre se dirige a su vehículo; Juan empuña la herramienta, dispuesto a defenderse de una posible agresión.

El hombre se para junto a su portezuela preguntándole:

–¿Qué te pasa?

–¿Qué me pasa de qué? –le responde mientras baja del vehículo mostrando el arma con la cual está dispuesto a defenderse.

–¿Ah sí? Ahorita vas a ver—y se dirige a su auto para sacar el pequeño bate.

Deben ser decenas de incidentes como este lo sucedidos todos los días en Puebla; la ciudad está enferma. ¿De qué?

Una especie de neurosis que por momentos se convierte en histeria social permea en las calles.

La gente irritada camina queriendo que el espacio sea solo propio; circula en vehículos pensando que las vialidades son exclusivamente para su uso; se vigilan unos a otros señalándose y gritándose para corregirse como si el comportamiento del corrector fuera siempre perfecto.

¿Qué ocurre con esta, otrora ciudad provinciana y apacible?

Atrás quedaron las salidas a la Avenida Juárez, la visita por los innumerables museos o a los pintorescos cafés de los portales; lejos están las noches de caminatas en el zócalo y la tranquilidad del Callejón de los Sapos: La ciudad enloqueció.

Fue tomada por la delincuencia, la agresividad, la intolerancia y la ansiedad de sus ciudadanos que no saben lo que ocurre emocionalmente dentro de cada uno.

Es el fantasma creciente de una urbe que ya no cabe dentro de sí misma; el mal que comenzó a carcomer a la Ciudad de México a finales de los ochenta, cuando cien millones de personas ya eran demasiadas para ese espacio.

Sobrepoblación, escasez de empleos, aglomeración, pocas oportunidades de desarrollo, ausencia de valores familiares; la ciudad se torna tambaleante y sus ciudadanos perciben en el desequilibrio una sensación de inseguridad que se torna en ansiedad; cuando la ansiedad crece, se convierte en neurosis y la válvula de escape necesariamente explota.

Sube Jekyll al auto y a dos calles ya maneja Mr. Hyde. O Mrs., porque las señoras se dan estos lujos que antes eran cosa de hombres: se bajan a gritarse, a desgreñarse, se ponen al tú por tú con el de junto, sea varón o dama; la cosa es escupirle al otro esa frustración que nadie sabe de dónde viene.

–¿Por qué te metes así?

–La regué, lo reconozco. ¿Ese es motivo para que uno de los dos quede aquí muerto? –le responde Juan al agresor.

El bate vuelve a la cajuela. La sensatez se impone.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

columnaalascosasporsunombre@hotmail.com

@ALEELIASG

 

 

 

 

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here