Si bien fue Goebbels quien dijo que una mentira repetida mil veces se hace verdad, lo cierto es que este mecanismo tenía muchos años de estar en funcionamiento. No sólo eso: a través del terror o la coacción, regímenes de muchos tipos se impusieron e impusieron puntos de vista completamente erróneos a pueblos enteros durante siglos. La idea de que los monarcas de todo tipo lo eran por designo divino es sólo un triste ejemplo.
Uno de los más grandes mitos que en efecto mucha gente ha creído es el de “la eterna lucha del bien contra el mal”. Las religiones (sintomáticamente llamadas por sus detractores “mitologías”) de todas las culturas y de épocas distantes nos hablan de este enfrentamiento. La Biblia y la Divina Comedia serían referente obligado para la cultura occidental. Los cómics de la Marvel serían su forma posmoderna más pedestre.
Pero ni el Bien ni el Mal (ambos en mayúsculas) existen per se. Son conceptos creados por la especie humana para explicar los hechos que, en principio, alientan o ponen en peligro la vida. Estos conceptos están ligados a la sociedad y al momento que ésta vive. Y aunque hay conductas que serían condenables en casi todas las culturas (homicidio, violación, por ejemplo), hoy aceptamos (con lamentables excepciones) que la diversidad sexual, la conformación de parejas del mismo sexo y el derecho de las mujeres a decidir sobre su reproducción son conductas perfectamente aceptables, que hace algunos años escandalizaban.
En fecha reciente ha surgido, empero, una conciencia nueva que llamaríamos “realista” para no llamarle cínica: si el Bien y el Mal pueden existir, en la realidad nadie es bueno o malo. O la posición de ciertos personajes en este tablero de ajedrez moral es ambigua. Pensemos en los “héroes” de las series de narcos o de políticos venales. Es tan evidente la falta de valores morales de estos personajes como la de sus antagonistas. En efecto, en estas series no hay buenos ni malos. Uno acaba por simpatizar con los protagonistas (terribles villanos, en realidad) y desear que triunfen sobre sus enemigos, que resultan peor que ellos mismos. Y tampoco importa si representan al orden legal o a las fuerzas fácticas o delictivas: políticos, empresarios, narcotraficantes, todos habitan un área gris donde es imposible determinar lo bueno y lo malo.
Tampoco hay quien pueda encarnar la bondad, con algunas excepciones difíciles de creer. Aquí hay mucho de cliché, pero no de falsedad: el periodista vendido, el político corrupto, el policía arbitrario, el delincuente desalmado. Un dramatis personae donde la moral no tiene cabida. Ni la ingenuidad de la supuesta lucha del bien contra el mal.
Lo único que preocupa es la facilidad con que el público acepta esto. ¿Es un reflejo de la realidad? El espectador parece creerlo. Al parecer hemos pasado a un nuevo mito: la eterna lucha de los malos contra los peores.