Por Dr. Rubén Blanca Diaz
Hablar de “cultura de la paz” en México es, hoy, hablar en dos voces: la de los discursos oficiales, llenos de programas, catalogos y estrategias y la de la realidad social, marcada por la violencia cotidiana, la impunidad y la normalización de las armas como solución. Entre esas voces se juega si la idea de paz será un eje transformador o una etiqueta más para “maquillar” problemas estructurales. Este artículo examina esa tensión: qué se ha hecho, qué falla y por qué, pese a los esfuerzos, la cultura de paz no termina de arraigar.
La promesa institucional: leyes, manuales y estrategias
En los últimos años el Estado mexicano ha incorporado la noción de cultura de paz en documentos oficiales, programas educativos y estrategias de prevención. Hay manuales y programas, desde la SEP federal hasta oficinas culturales y educativas que promueven valores como la tolerancia, la convivencia y la resolución no violenta de conflictos; incluso la Estrategia Nacional de Construcción de Paz ha puesto en el centro la prevención y la reinserción social como herramientas para “romper ciclos” de violencia.
La UNESCO, las agencias de la ONU y organismos académicos han difundido marcos conceptuales y guías (educativas y de justicia restaurativa) que México puede utilizar como referencias. En el nivel escolar ya existen materiales para “Eduquemos para la paz”, destinados a docentes y centros educativos. La apuesta educativa existe: promover la cultura de paz desde la escuela es una ruta reconocida en la política pública.
La brecha entre la retórica y los números
Aquí surge la contradicción más aguda: mientras se multiplica la retórica de la paz, las cifras de violencia no han desaparecido y en algunos años recientes han repuntado. Datos oficiales muestran que en 2024 México registró un alto número de homicidios (más de 33 mil reportados en algunos conteos preliminares), con incrementos claros en tasas por cada 100 mil habitantes y con un uso masivo de armas de fuego en los crímenes. Es decir: la convivencia segura que promete la cultura de paz choca con una realidad donde el homicidio sigue siendo una causa principal de muerte violenta.
Esa distancia entre metas y resultados obliga a preguntar si se está midiendo y atendiendo y lo que importa: no basta elaborar manuales si no se transforman las condiciones materiales (empleo, educación, justicia efectiva) y las prácticas institucionales (rendición de cuentas, investigaciones imparciales, reducción de impunidad).
Problemas estructurales que erosionan la cultura de paz
Militarización y seguridad como primera respuesta
La presencia frecuente de fuerzas armadas en tareas de seguridad pública tiende a sustituir soluciones sociales por respuestas coercitivas. Los incidentes donde las fuerzas estatales causan muertes involuntarias o violaciones a derechos humanos alimentan desconfianza y contradicen los principios de no violencia que la “cultura de paz” promueve.
La Cultura de la Paz en México
Impunidad y acceso deficiente a la justicia. La cultura de paz requiere certezas sobre sanción, reparación y verdad; un sistema judicial lento o permeable a la corrupción erosiona cualquier educación en convivencia cuando la gente no cree que la ley proteja a las víctimas, como ya lo hemos abordado en anteriores articulos
Desigualdad y exclusión social.
La precariedad económica, la marginalidad y la falta de oportunidades son caldo de cultivo para la violencia cotidiana y organizada. Los programas culturales o escolares tienen impacto limitado si no se articulan con políticas de empleo, salud, vivienda y acceso a servicios.
Cuando políticas de paz se diseñan sin coordinación entre niveles de gobierno o sin evaluaciones rigurosas, se multiplican proyectos simbólicos que no se sostienen en el tiempo ni escalan en impacto.
¿Qué aporta la justicia restaurativa y dónde falla su implementación?
La justicia restaurativa, diálogo entre víctima y agresor, enfoque en reparación, es una de las apuestas más prometedoras para transformar la cultura del castigo por una cultura de reparación y reconstrucción social. En México hay ensayos y programas piloto; universidades y centros académicos han documentado avances conceptuales. Sin embargo, la implementación enfrenta cuatro retos: falta de formación y recursos para facilitadores; resistencia de operadores tradicionales del sistema penal; carencia de evaluación rigurosa de resultados; jurisdicciones desiguales en su adopción, lo que genera mosaicos locales en vez de una política nacional coherente.
Medir la paz: ¿qué indicadores usamos?
Organizaciones internacionales como el Instituto para la Economía y la Paz (o índices similares) han intentado cuantificar paz y violencia. Es útil medir homicidios, delitos, percepción de inseguridad, confianza institucional y acceso a servicios; pero esos instrumentos deben vincularse a políticas y a metas concretas. Si lo único que se reporta es “programas lanzados”, no sabremos si cambiaron la vida de niñas, jóvenes y familias en barrios con violencia crónica.
Propuestas críticas y concretas
Integrar lo preventivo con lo material. Programas culturales y educativos tienen que conectarse con empleo juvenil, becas, infraestructura comunitaria y salud mental. La cultura de paz debe verse como política transversal, no como un área aislada.
Priorizar evaluación y transparencia. Cada programa debe tener indicadores claros (reducción de victimización, mejora en convivencia escolar, reincidencia penal, percepción ciudadana) y rendición de cuentas pública.
Desmilitarizar tareas donde no corresponde la fuerza. Reforzar a las policías civiles, mejorar investigación criminal y transparentar procesos para recuperar confianza ciudadana.
Escalar la justicia restaurativa con criterios técnicos. Formar facilitadores, crear rutas legales que reconozcan arreglos restaurativos con garantías para víctimas.
Educar para la convivencia desde la primera infancia. Sostener programas escolares (como los manuales y guías existentes) con inversión continua y capacitación docente; no es una campaña de un año, es una política educativa de largo plazo.
La “cultura de la paz” en México no es un mal diagnóstico: promueve valores necesarios. El problema es que la palabra corre más rápido que la transformación institucional y social que requiere. Sin políticas públicas integradas que combinen educación, justicia eficaz, reducción de la desigualdad y una redefinición del papel de la fuerza pública, la cultura de paz corre el riesgo de ser un enunciado cómodo más que una práctica que cambie vidas. Si México quiere realmente hacer de la paz una cultura, debe aceptar que la apuesta implica costos políticos y presupuestarios y paciencia, pero también honestidad: medir, corregir, evaluar y priorizar a las víctimas y comunidades por encima de lo simbólico.
Sobre el autor: Abogado Notario y Actuario egresado de la BUAP , maestro en derecho y ciencias penales, Doctor en Derecho, litigante, activista, miembro activo de la Asociación de Docentes Capacitadores y Tutores de Educación Superior del Estado de Puebla AC, la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales, La Red Internacional de Investigadores en Educación y la Asociación Mexicana de Estudios Internacionales