“¡La Semana Santa ya no es lo que era antes!”, exclama Elenita Ramírez sentada al frente de su vivienda. “Mire, vinieron los de la Caasim a tomar lectura de los medidores, andan los repartidores de la coca y Bonafont, abrieron las tiendas y hasta la carnicería…”.
La señora, de unos 75 años de edad, disfruta del aire libre sentada en una banca, “mientras no empieza a caer el sol, a plomo”, mientras recuerda su niñez, en un barrio alto de Pachuca, y cómo transcurría la Semana Santa.
“Eran días de guardar… se cocinaba para toda la semana, no de cosía ni se lavaba o planchaba, no se hacía quehacer. A los niños no nos dejaban correr, ni gritar, ni mucho menos pelearnos, y bajábamos del Mirador a misa todos los días”.
Los días más sagrados, jueves y viernes santo, “no nos dejaban peinarnos ni arreglarnos, porque eran días en que era pecado la vanidad, y la vanidad era lavarnos la cara o cambiarnos de ropa. Por eso es que el sábado nos daban un buen baño, porque no nos bañaron toda la semana”.
Los paseos en esos días “era ir a la iglesia, escuchar misa, y después, caminar un poco por el centro, pero sin platicar ni comentar nada. A veces mi papá nos compraba algunas pepitorias de cacahuate o pepitas, o un helado de limón, pero a regañadientes de mi mamá, que decía que era pecado también”.
Elenita espera la llegada de una hija que le ofreció llevarla a “dar la vuelta”, para que observe, aunque de lejos, los viacrucis. “Yo asistía año con año al del Arbolito, pero ya desde hace varios años no puedo, por mis piernas”.
Recuerda cuando comenzó el viacrucis en El Arbolito, “y yo llevaba a mis hijos y caminábamos en la procesión. Les gustaba porque al llegar a la mina de El Cuixi, les compraba naranjas con chile o mangos petacones pelados y aguas frescas”.
Acepta que las normas en Semana Santa, en su hogar, fueron más relajadas que en la casa paterna. “Yo sí cocinaba, para darles fresco a los hijos, y los bañaba el miércoles, yo trabajaba los jueves, y el viernes, que sí era de descanso obligatorio, era ir a misa, al viacrucis y luego a caminar de vuelta a casa”.
Su empleo en una embotelladora de refrescos le permitió adquirir un departamento en la colonia Juan C. Doria, en donde vive con una hija. En el exterior del edificio han instalado bancas para convivir por las tardes, cuando llegan a visitarla algunos de sus nueve hijos, yernos, nueras, nietos y bisnietos. “Adentro ya no cabemos”.
Ayer no esperaba a dos de los hijos porque se fueron con sus familias a Acapulco, “todos hechos bola en una camioneta… ¡Dios quiera y no les pase nada!”.
Los que llegarían a visitarla podrían comer, de así desearlo, tortas de polvo de camarón en salsa de pasilla, arroz, frijoles de la olla y agua de horchata. “Todo lo guisó mi hija desde ayer, porque eso sí, ya no es igual que antes pero al menos hoy en mi casa no se cocina. Algo de respeto hay que tener”.