Apagó la luz.

Y se fue a dormir eternamente.

Cierto que hubo un disparo dentro de su mente. Algo que desequilibró todo aquello que durante años luchó por mantener ecuánime.

Salió a la calle y descubrió que era tiempo de partir. Tenía semanas diciéndolo. Y no lo cumplía.

Pasó por la casa del Manotas y pensó que había llegado la hora de que se fuera al infierno con su perorara de dos horas –cada vez que lo encontraba era una angustia soportarlo con la historia de sus inventos y todos los beneficios que le traería al futuro, a él y a la humanidad.

Caminó sobre esa calle adoquinada, larga y ancha que lo viera tantos años pasear con apego al lugar, que decía, era el sitio donde quería pasar sus últimos años.

Mentira.

–¡Al diablo todos! –dijo esa tarde casi a las cinco. Sacó su .38 Súper Española que adquirió días atrás –si hubiera tenido un arma años antes, se habría ahorrado el sufrimiento extra.

Miró por la rendija de su mente –esa abertura que únicamente poseen aquellos que pueden ver lo que los otros no, como el tercer ojo de los budistas, pero éste de aquellos que dentro de la sociedad acceden a los secretos de las personas –y avanzó construyendo cuadros donde todos sus conocidos se manifestaban a través de una imagen borroneada.

–Adiós señora de la camioneta estúpida que cree que el mundo le debe reverencia.

–Hasta nunca José, que con tus amenazas te irás primero al infierno, junto con tu familia, claro; yo te llevaré conmigo en un viaje que hará que te sientas como en casa –tenía meses escenificando el cuadro en la que entraba a su casa luego de tocar el timbre; derribaba a los dos hijos, la sirvienta, la mujer que hacía yoga, pero que aquí no le valió ninguna conexión con los supremos. Y finalmente a él, quién con el semblante caído de color sólo atinó a dirigirle una mirada de súplica inservible.

–Nos vemos, calles adoquinadas que jamás recibirán de nuevo mis huellas.

–Este mundo amplio que está a punto de irse por el excusado, también me lo cargo, pues no ha sabido reconocer el valor de ser un planeta sustentable; se ha dejado prostituir doblando las manos ante el dinero.

–Costurera de toda la vida: te vas con un servidor. Ya no zurcirás los remiendos de la gente avara que en lugar de sustituir sus prendas prefiere arreglarlas; ya no padecerás por alimentarte con los chismes de las mujeres que todos los días descubren en tu agujero un lugar propicio para vomitar su neurosis.

Cada metro de banqueta recorrido le animaba a delimitar entre esta realidad y una nueva que se abría a través de un discurso desconocido pero coherente, que llevaba como significado la despedida de aquí y la promesa de allá.

Mientras devoraba los metros a zancadas, rodaron lágrimas evidenciando sentimiento; reconoció que eran el fruto del dolor por irse.

Imaginó el otro lado; lugar tibio con las canciones que evocan despedidas: Pescador de hombres, Cruz de Olvido, Las llaves de mi alma, Guitarras, lloren guitarras.

Ahora me toca a mí dejarlas/Ahora me toca a mí marchar; Guitarras, lloren guitarras/Que ahí queda lleno de amor/Prendido de cada cuerda/Llorando a mares mi corazón.

Se dejó ir con las notas, la calma y el llanto silente.

Una caverna se abrió para cobijarlo; se sentó en la sala rosada, encendió la chimenea en plena primavera; acomodó el cañón en medio de la cien, para que el sufrimiento no volviera.

Ya no había nada.

Nada de qué preocuparse.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

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