El líder formal del INE, el consejero presidente Lorenzo Córdova, y su líder material o factótum, la mano que mece la cuna en las decisiones relevantes del Instituto, Marco Antonio Baños, acusaron recibo a inicios de la presente semana de los síntomas inequívocos de la caída tendencial de la confianza social en la que éste se encuentra sumido en el preludio de la contienda por la presidencia de la República en 2018. Más allá de la disputa entre ambos consejeros, que expresa las diferencias entre los intereses de las fuerzas políticas que respectivamente les impulsaron a sus actuales encargos, el PRD y el PRI, respectivamente, resulta sintomática y hasta curiosa su postura consensual de ambos consejeros en torno a que el descenso, en la coyuntura postelectoral, resulta directamente imputable a las fallas presentes en las políticas de comunicación del INE.

En buena lógica, siguiendo la lectura Baños-Córdova, habrá que entender que la narrativa electoral y postelectoral emitida por la Coordinación de Comunicación Social no ha brindado el acompañamiento adecuado a la gestión arbitral; esto es, que el órgano responsable ha sido entre omiso e ineficiente para neutralizar las dudas y los embates sobre los procesos de cómputo y rendición de cuentas de los resultados electorales. En suma, y llevando al extremo la confluente postura ambos, el viraje discursivo que hace falta, y que seguramente estaremos viendo en las próximas semanas y meses, tendrá su asidero y principal fortaleza en la inmaculada legalidad del arbitraje electoral.

Así las cosas, mientras los consejeros electorales del INE se regodean en un consenso diagnóstico, motivado en su compartido afán de representación de los intereses de la coalición partidocrática que les promovió y preservación de sus jugosas prebendas, Andrés Manuel López Obrador, el principal contendiente y animador de los comicios presidenciales en puerta, sin reparos declaró públicamente que el INE de Baños y Córdova no le merece la más mínima confianza; peor aún, que lo único esperable es un comportamiento parcial, incluso abiertamente faccioso, en beneficio de sus contendientes.

Sobre los indicios regresivos a las modalidades del fraude grotesco en nuestro país, bastante bien documentadas en los casos de Coahuila y el Estado de México, se ha dicho casi todo lo relevante. La parte que falta por contar es la actual y no menos grotesca regresión del árbitro electoral, ahora con investidura nacional, a los tiempos de la Comisión Federal Electoral (1946-1989), en los que el papel del árbitro, cual agencia del poder en turno, se circunscribía a formalizar legalmente las decisiones cupulares, por definición ajenas a las preferencias electorales y su expresión a través de las urnas.

En tal contexto, el entender estrictamente “comunicacional” de la crisis institucional enarbolada por las cabezas formal y material del INE sugiere un dilema crucial para el futuro de la democracia electoral y del país, con su correspondiente apuesta. Dicho dilema, vale precisar, sienta dos opciones: o confianza o legalidad. Sin lugar a dudas, la apuesta Baños-Córdova (en ese orden jerárquico) es por la legalidad, asentada ésta en el entendido ingenuo, pre-teórico y contrario a la verdad material del régimen político, de que la verdad legal, la nueva y vigorizada narrativa de que nuestra democracia electoral avanza “viento en popa”, más temprano que tarde terminará imponiéndose en la opinión pública mexicana, dando pie a un proceso de deconstrucción de la desconfianza institucional.

Desconozco bien a bien si tamaña ingenuidad es más atribuible a la deformación y límites profesionales de este par de abogados o a su supina ignorancia acerca del fin de la era del matrimonio feliz entre la legalidad y la legitimidad, propio y distintiva de la política en la era global. Menos lugar hay a la duda de que, con su anunciada lectura de que enfrentan un problema de comunicación, la alta dirigencia del INE abdicó una vez más de su responsabilidad con el espíritu civilizatorio del 41 constitucional, que es la forja de una democracia electoral vigorosa y de calidad. Por desgracia, en el corto entender de este par de personajes, en caída libre hacia el basurero de la historia como el propio Instituto que dirigen, los críticos de la democracia electoral somos un caso patético de desvarío mental, víctimas indefensas de las narrativas de la detracción y los señalamientos infundados sobre el desborde de las trapacerías habidas y por haber, que no alcanzamos a apreciar las virtudes de un árbitro electoral celosamente apegado al principio de legalidad.

Entiendo, aunque no justifico, la ceguera intelectual y la torpeza política de Lorenzo Córdova, si bien me cuesta trabajo entender la desmemoria de Marco Antonio Baños, cuyo oficio y experiencia electorales no tienen parangón entre sus aparentes pares en el Consejo General, quien, contra el viento y la marea de quienes le recriminaban por sus filias priistas, contribuyó de manera singular en la forja de la confianza institucional que el IFE se ganó en los primeros quince años de su existencia.

La historia de Baños recuerda el adagio popular de que “no se puede criticar al ciego por no poder ver”. Por desgracia, la apuesta por la legalidad entraña la renuncia tácita a colocar por delante el problema frontal del INE en el preludio de la encarnizada contienda presidencial: la gravísima, y al parecer irreversible, desconfianza institucional, cuyo origen excede los errores de comunicación social y, dicho crudamente, ancla en la ostensible complacencia del árbitro electoral frente a los excesos de sus patrocinadores (patrones): los partidos de la coalición gobernante.

Imagino que a muchos legos y expertos les parece broma que el principal contendiente opositor ventile públicamente su desconfianza frente al árbitro electoral, y que incluso intenten hacer pasar esto como un episodio más de la fobia contra las instituciones. El problema con ello es que en esa hipótesis nos encontramos la mayoría de los ciudadanos medianamente informados y están pasando a ello incluso algunos de los anteriores beneficiarios. El tiempo apremia y avanzar hacia el 2018 con un árbitro que no puede ni quiere construir confianza dista mucho de ser lo ideal. El tiempo se agotó para lo que se necesita: una reforma electoral radical y un Consejo General renovado, pero quizás aún sea tiempo de mandar algunas buenas señales de voluntad de imparcialidad: la renuncia de Córdova y de Baños. ¿Sería mucho pedir(les)?

 

*Analista político

@franbedolla