Encontraron los cuerpos ametrallados de los niños Martínez en un suelo ensangrentado, acurrucados junto a los cadáveres de sus padres en una choza arrendada.
Las autoridades creen que la familia de seis miembros fue masacrada porque el cártel de los Zetas sospechaba que el padre, un taxista desempleado, había jugado algún papel en un ataque de una pandilla rival en el que murió un miembro de los Zetas.
El suceso deja sobre la mesa la estrategia sin miramientos de los cárteles de las drogas, que están experimentando escisiones y guerras por el control del territorio en buena parte de México. El país registró hace poco su mayor cifra de asesinatos en un mes en al menos 20 años.
Pese a las promesas de seguridad del presidente, Enrique Peña Nieto, cuando asumió el cargo hace cinco años, la violencia ha superado incluso a los días más oscuros de la guerra contra las drogas lanzada por su predecesor.
“Ha adquirido las proporciones de un círculo del infierno que podría aparecer en el ‘Infierno’ de Dante”, dijo Mike Vigil, exdirector de operaciones internacionales de la agencia antidroga de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) y autor del libro “Deal”.
“Su estrategia era únicamente ir a por el capo… Desde luego, esa no era la forma de hacerlo porque, ya se sabe, uno corta una cabeza y otras ocupan su lugar”, añadió Vigil. “Hay unas instituciones débiles, un estado de derecho débil, una justicia débil, una corrupción enorme, especialmente en las fuerzas policiales municipales y estatales, y todo eso contribuye a la creciente violencia”.
En los primeros cinco meses de 2017 hubo 9.916 asesinatos en todo el país, un aumento de en torno al 30% respecto a los 7.638 asesinados del mismo periodo del año anterior. En 2011, el año más sangriento de la guerra contra la droga, la cifra para ese mismo periodo entre enero y mayo fue de 9.466.
En algunos lugares, el baño de sangre ha acompañado al auge del joven cártel Nueva Generación y la ruptura del antes dominante cártel de Sinaola en facciones enfrentadas tras la detención del capo Joaquín “El Chapo” Guzmán, extraditado en enero a Estados Unidos.
Al menos 19 personas murieron a finales del mes pasado en batallas por el territorio entre el hijo de Guzmán, su hermano y antiguos aliados en el estado occidental de Sinaloa, según los investigadores.
En el estado norteño de Chihuahua, en la frontera con Estados Unidos, al menos 14 personas murieron la semana pasada en balaceras entre hombres armados de Sinaloa y la pandilla conocida como La Línea.
En la ciudad petrolera de Coatzacoalcos, en el Golfo de México, el gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, dijo que el asesinato de un importante sicario a finales de junio llevó a los Zetas a matar a toda la familia Martínez: Clemente, su esposa, Marimana, y sus hijos Jocelin, de 10 años; Víctor Daniel, de 8; Ángel, de 6, y Nahomi, de 5.
Todos murieron en la casa donde lavaban autos por un dólar cada vehículo.
“Ellos no tenían nada, ni siquiera muebles, dormían en el piso”, dijo entre sollozos la abuela, Flora Martínez. “No tenían nada, no entiendo por qué le hicieron eso a mis niños. Son inocentes, no saben nada”.
Durante años se entendió que los Zetas eran intocables en esta parte del estado. No hay más que preguntar a Sonia Cruz, cuyo hijo murió asesinado en Coatzacoalcos en julio de 2016, en un caso que sigue sin resolver.
“A mí me dijeron que La Maña (los cárteles de la droga) estaba metida allí, y cuando La Maña está metida, ahí lo dejamos de investigar”, dijo Cruz.
Pero la victoria electoral de Yunes, que el año pasado se convirtió en el primer gobernador de oposición en un feudo tradicional del Partido Revolucionario Institucional, podría haber roto viejas alianzas entre redes criminales y funcionarios corruptos.
El nuevo gobernador ha mostrado una cierta disposición a perseguir a los Zetas: el líder local del cártel, conocido como “Comandante H” y que supuestamente ordenó la matanza de los Martínez, fue detenido unos pocos días después.
Yunes dijo que el hombre operaba “operaba en Coatzacoalcos desde el 2006 con absoluta libertad”, y acusó a miembros del sector empresarial en la ciudad de actuar como fachada, simulando ser los propietarios de bienes que en realidad pertenecían al traficante.
Raúl Ojeda Banda, activista local antidelincuencia, dijo que algunos se vieron obligados a participar en la trama. “Sé que en algunos casos son presionados, son amenazados”.
La violencia en la zona también se ha visto agravada por las incursiones del cártel de Jalisco y otras presiones que han amenazado fuentes de ingresos claves para los Zetas.
Parte del modelo de negocio del “Comandante H” implicaba secuestros a gran escala para obtener rescates rápidos. Entre los objetivos había desde vecinos de la zona a trabajadores petroleros o migrantes centroamericanos, a los que los miembros del cártel torturaban para conseguir pagos de sus parientes en Estados Unidos.
Sin embargo, los Zetas secuestraron a tanta gente local que los que podían hacerlo se mudaron fuera de la ciudad, y los que se quedaron empezaron a bloquear sus barrios por la noche para mantener a los secuestradores fuera.
Los bajos precios del petróleo deprimieron el sector, lo que implicó que había menos trabajadores de energía a los que atacar. Y de pronto también había menos migrantes. La victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos disuadió a algunos de tratar de llegar a territorio estadounidense, mientras que algunos evitaban Veracruz por miedo a ser atacados.
“Son asaltados la gran mayoría de ellos, el que corre con suerte que no lo asalten”, dijo el sacerdote Joel Ireta Munguia, responsable del albergue para migrantes de Coatzacoalcos gestionado por la Iglesia católica. Él estimó que el número de centroamericanos que pasa por la ciudad se ha reducido en casi dos tercios.
La oleada de violencia también ha llegado a regiones que durante mucho tiempo se consideraron tranquilas.
Se cree que el cártel de Jalisco se ha aliado con una facción del de Sinaloa en una guerra por la ciudad de Los Cabos y el cercano puerto de La Paz, en el estado de Baja California Sur.
Los cuerpos desmembrados, cabezas cortadas y tumbas clandestinas se han vuelto casi algo de rutina en estas zonas turísticas antes tranquilas.
Dwight Zahringer, nacido en Michigan y que vive en un lujoso barrio de Los Cabos, dijo que hace poco se encontró una víctima a la entrada de su vecindario.
“Era más como un mensaje que los narcotraficantes querían entregar, como decir ’Podemos entrar hasta vuestro Beverly Hills y dejar cuerpos desmembrados en vuestra puerta”, dijo Zahringer. “Soy de Detroit. Estamos acostumbrados a ver delincuencia. Pero cabezas abandonadas en hieleras… eso es un poco extremo”.