Hace 76 años, el 2 de septiembre de 1945, terminó uno de los episodios bélicos más dramáticos de los que se tenga memoria reciente con el final de la Segunda Guerra Mundial; y, si la Primera Guerra Mundial, había sido cruel y devastadora, la que inició Hitler fue a tal punto una carnicería inhumana impulsada por un relato –lleno de mentiras y de odio– para justificar con tal frialdad la destrucción de un ser humano.
Fue una guerra operada por psicópatas que disfrutaban de la crueldad infringida contra una persona sin importar, sin miramientos, si lo mismo era un bebé recién nacido que un abuelo.
Los vencedores de aquél evento histórico creyeron que mediante la edificación de una serie de órganos, organismos, instituciones internacionales y multilaterales así como de leyes, acuerdos y tratados habría forma de evitar otra gran conflagración, otra nueva guerra de escala desproporcionada. Para eso estaba además la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a la que poco respeto, por cierto, se le tiene en la actualidad.
La paz abigarrada a esa arquitectura internacional ha sufrido grandes escollos a lo largo de las últimas casi ocho décadas pero nunca había llegado al nivel de alerta, de riesgo inminente, de casi punto de no retorno en el que hemos caído en Europa en los últimos días además con una erosión especialmente sensible. Nunca pensamos siquiera en Europa discutir la sola posibilidad de vivir un ataque nuclear, de sacar al monstruo tras abrirse la caja de Pandora.
Llegados a este punto, la pregunta es, ¿quién creó al monstruo? ¿Quién o quienes son los culpables de que un individuo como Vladimir Putin tenga al mundo en vilo intentando dilucidar de si, sus planes, son los de Hitler del siglo pasado?
Aquí han fallado muchas cosas: el mea culpa tiene que partir primeramente de Occidente, sobre todo de Estados Unidos y de sus políticas intervencionistas, financiadoras de desastres en diversos países bien sea para poner o para quitar presidentes a su gusto o bien financiar regímenes aunque éstos violentaran los derechos humanos de los subordinados.
La intervención en Medio Oriente por parte de Estados Unidos ha provocado un desastre humanitario, ha alterado a su conveniencia las políticas internas y gubernamentales e inclusive se afanado con cierto aire de superioridad en enarbolar a la democracia y el capitalismo como únicas banderas posibles.
La caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento de la URSS y de la llamada Cortina del Este dieron a Estados Unidos una victoria a favor precisamente de ese binomio y lo dejaron reinando solo con un unilateralismo egoísta y condicionante en el que no pocas veces despreció a sus propios tradicionales aliados europeos.
Sin embargo, el parteaguas del 11 de septiembre de 2001, con los terribles atentados en suelo estadounidense que dejaron miles de muertos civiles cambió para siempre la hipérbole internacional: de hecho, el ya presidente de Rusia, Vladimir Putin, advirtió al propio presidente George W. Bush de que sus servicios de Inteligencia tenían información de un potencial atentado en territorio norteamericano. Le llamó el día que asesinaron en Afganistán a Ahmed Shah Massud y también habló con Bush el día de los atentados para señalarle –nuevamente– que Rusia no tenía nada que ver.
Aquel “pitazo” le valió a Putin ser invitado al rancho del mandatario Bush y si bien se afanó en ganarse una buena relación con él, al final no logró conseguir mucho de lo que ya tenía en mente: reposicionar a Rusia como un importante actor global.
Tampoco logró grandes avances en su relación con Bill Clinton más allá de renovar los tratados nucleares; mientras que en los ocho años de gobierno de Barack Obama, prácticamente fue entrando a terreno pantanoso y tras, el amañado truco de hacer un referendo un Crimea para anexionarla y a Sebastopol, ingresó entonces a la congeladora por parte de Estados Unidos y dejó de invitarse a Rusia a las cumbres del G7. Obama siempre trató a Putin con desprecio dándole el sito de un autócrata, ya entonces Joe Biden, como vicepresidente, conocía bien su perfil.
Un perfil que en cambio seducía a un Donald Trump, engreído pero también acomplejado por sus aires de grandeza y que estuvo más preocupado en gobernar creando golpes de efecto mediático como su encuentro con el dictador norcoreano, Kim Jong-un o el Summit que tuvo en Helsinki, en 2018, con Putin quien además le humilló haciéndolo esperar más de una hora.
A COLACIÓN
¿Quién creó al monstruo? Lo creó Occidente con su arrogancia de entrar a destruir países con sus guerras aquí y allá y con sus aires de democracia y capitalismo que, hay que decirlo, no todos culturalmente lo comparten. Lo hizo la Unión Europea (UE) con creer que Europa termina en la Puerta de Brandemburgo y ver a los demás por debajo del hombro porque “son negritos” o son “chinos” o “guiris” o “sudacas” o “moros”. Y por no darle importancia a lo que pasa, ni a un costado, ni al otro: ni con sus linderos con África ni con el traspatio europeo.
No solo llevan largos años despreciando el ingreso de Turquía a la UE, dilucidan si está o no está en Europa; no solo llevan largos años analizando si Ucrania, merecía o no ser parte del club europeo. Ahora lo van a aceptar: ya que está invadido, jodido, devastado, con gente muriendo y a merced de las garras de Putin.
Es más bien un ingreso simbólico, una forma de lavarse las manos porque a este monstruo, lo han creado Estados Unidos y la UE, con sus desaciertos en sus relaciones exteriores; con sus políticas ariscas, con su individualismo y su forma acomodaticia de ver las cosas. Y lo dice una europeísta, alguien que cree en la UE como un entramado de paz y de prosperidad. Aquí se ha fallado y el monstruo ha crecido y ha visto la oportunidad… ahora quiere devorarnos.