Habría que releerse el Laberinto de la Soledad para comprender por qué, en la plenitud del siglo XXI, una parte de México arrastra una serie de atavismos mientras la otra intenta caminar hacia el futuro –libre de chovinismos– para construir un país social y económicamente más homogéneo.

Pero no puede. Es como si un tumor gigante fagocitara a la nación azteca, ese cáncer que Octavio Paz desdibujó en un relato profundo en uno de los ensayos más certeros acerca de la identidad del mexicano.

La enfermedad que padece es voraz: la corrupción campa a sus anchas de forma piramidal, los gobernantes están rebasados por la multitud de problemas, uno fundamental derivado de la penetración de los carteles de la droga que han erigido una verdadera industria del crimen imponiendo su ley de muerte mediante un narcoterrorismo que tiene al Estado convertido en su rehén.

A la distancia, desde el país azteca, se veía con temor y asombro cómo Colombia en la década de 1980 y 1990, caminaba rápidamente hacia convertirse en un Estado fallido en manos de la guerrilla y los cárteles de la droga unidos ambos por intereses del control de los ejidos y de las comunidades indígenas para sembrar la marihuana y años después sumarse a la producción de las drogas sintéticas.

En México, ese escenario se miraba de forma lejana. En la actualidad, dicha malignidad lo consume: el Departamento de Estado de Estados Unidos  da cuenta de ocho organizaciones criminales a las que señala de ser “poderosas” y bastante “peligrosas” y que tendrían bajo su poder a distintas partes de la geografía azteca.

Con la política de “abrazos y no balazos”, anunciada en la Mañanera de manera reiterativa por el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, él hace una defensa de la integridad del delincuente al que asegura “hay que tratarlo bien” y sobre todo “perdonarlo”.

El discurso en sí mismo ha envalentonado todavía más a los delincuentes. Los cárteles de la droga se disputan en pleno día el control de los territorios de la droga con las autovías convertidas en escenario de guerra con coches, tráilers y autobuses ardiendo; mientras los ajustes de cuenta dejan escenas dignas de la Revolución Mexicana de 1910 con cadáveres colgados en los puentes, en los postes, en los árboles y  en donde la muerte los pille.

Nadie está a salvo en México porque si el presidente López Obrador ha decidido no perseguir, no combatir y no castigar a los delincuentes, el mensaje de impunidad es fortísimo y los casos han llegado al ciudadano de a pie que puede morir a tiros por el simple hecho de protestar porque el automovilista de adelante le ha cerrado el paso. La nota roja cotidiana revela la debilidad de la  justicia, el escaso respeto a la legalidad y la ausencia del Estado de Derecho. Recientemente mataron a un abogado en su despacho en compañía de dos testigos; a un vecino le pegaron un tiro por protestar porque había un coche mal aparcado que le obstruía el paso; en Tik Tok se difunde el vídeo de un grupo de estudiantes en una aula de Secundaria con un machete en mano acosando a un compañero de clases.

Prevalece una auténtica Ley de la Selva mientras incrementan los nombres de colegas atrozmente asesinados –ya son 11 homicidios de periodistas en lo que va del año– y de activistas convertidos en la diana del crimen organizado o de gente a la que incomodan.

A COLACIÓN

Hasta Exteriores de España ha lamentado el asesinato de la activista poblana con  nacionalidad española, Cecilia Monzón, cazada por dos sicarios mientras ella conducía su coche.

El ministerio que encabeza José Manuel Albares emitió un comunicado en el que condenó firmemente “el brutal asesinato” de la abogada española y defensora de los derechos humanos.

“El gobierno reconoce la valentía y el compromiso de Cecilia Monzón, quién dedicó su labor a defender y proteger legalmente a las mujeres y a las víctimas de violencia de género, así como a denunciar la violencia social y política de género”, de acuerdo con el texto enviado por la Cancillería española.

Asimismo, España instó a que las autoridades poblanas, así como las competentes a nivel federal y estatal, desplieguen todos sus esfuerzos posibles para proteger efectivamente a las personas defensoras de derechos humanos para que puedan ejercer su labor sin poner en riesgo sus vidas.

A pesar de estas recomendaciones, la realidad es que el gobierno mexicano no hará nada por reforzar la aplicación de justicia: por  dejadez, por imprudencia y por órdenes del mismo López Obrador quien ha decidido gobernar en contubernio con el crimen organizado. Tratarlo bien, con humanidad, mientras la población vive atemorizada con el miedo de si sus hijos volverán sanos y salvos a sus casas. Iustitia mortuus et.

Zona de los archivos adjuntos