El Partido Revolucionario Institucional (PRI) celebró su XXII Asamblea Nacional hace unos días. Ahí la cúpula priísta definió algunos asuntos relativos a sus reglas internas. Aunque el asunto que mayor importancia fue la eliminación o permanencia de un denominado “candado” (según los estatutos el candidato de ese partido a la presidencia debe tener 10 años de militancia) y el método de elección del candidato que abanderará al partido en 2018.

Producto de este encuentro se decidió eliminar dicho “candado” con el argumento de que el partido “quiere mantenerse en el poder” y permitir que un ‘‘ciudadano simpatizante’’ pueda ser su candidato presidencial sin demostrar años de militancia.

Con esta medida el PRI pretende abrir la puerta a otros perfiles para competir por la candidatura presidencial. Aunque los enterados hablan que esa medida tiene nombre y apellido. Al eliminar dicha barrera el actual Secretario de Hacienda, José Antonio Meade y el Secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño podrían participar en el proceso interno del partido.

Más allá de la especulación lo cierto es que el PRI no vive su mejor momento, tiene el menor número de gubernaturas y ayuntamientos en su historia, ocho ex gobernadores que gobernaron bajo sus siglas están procesados penalmente, sus corrientes internas están confrontadas y el presidente de México emanado de sus filas mantiene los más bajos índices de popularidad.

Bajo este esquema, el candidato que designe este instituto político para 2018 no gozará de todos los apoyos de antaño. Al revés, tendrá que nadar contra corriente por la basta complejidad política del país.

De tal suerte que ese partido enfrenta una disyuntiva mayor. Competirá por el poder político teniendo como rivales a un político profesional, con una base electoral en crecimiento y apoyo de un amplio sector social (Andrés Manuel López Obrador); con un frente opositor (PAN-PRD) y con otros partidos menores que de manera satelital estarán dispuestos a vender muy cara su franquicia electoral.

Nada sencillo el panorama para el PRI  que carga como sombra de desprestigio los apellidos Duarte, Moreira, Yarrington, Borge, Montiel, Granier, entre otros.

Dadas las circunstancias, se multiplican las voces que aseguran que sólo un político emanado de las bases priístas y con un adecuado pulso de la política nacional puede mantener en el poder a ese partido que sufre una de sus peores crisis. Siguiendo esta línea argumentativa los reflectores se concentran en el actual Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Sin embargo, el camino aún es largo y los asuntos internos que reclaman asertividad se encuentran a la deriva.

Lo paradójico del caso es que el PRI vivió sus mejores momentos cuando un liderazgo fuerte e incuestionable designaba desde los pinos al sucesor de la silla presidencial. Ahora, sin embargo, ese “gran priísta” no existe. Por el contrario, Enrique Peña Nieto carece de poder, presencia y prestigio para conducir las riendas del partido. Su participación se relega a un papel secundario que deja a la deriva a los viejos políticos acostumbrados al dedazo, la designación y el destape.

 

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