Hasta hace poco tiempo los informes de gobierno eran eventos que tenían cierto encanto. Se anunciaba con algarabía la fecha de su realización y en todos los canales de televisión se podía observar el recinto legislativo reluciente para recibir al Presidente que daría el informe (discurso regularmente retórico, largo y ceremonioso). Aun así, con esos dejos aduladores que rendían culto a la figura presidencial confieso que añoro los informes.

Quizá lo más indicado sería decir que extraño la oportunidad de ver al Titular del Ejecutivo (Presidente o Gobernador) en la “casa del pueblo” (Congreso); y rendir cuentas del estado que guarda la administración pública. Ese acto protocolario y faraónico propio de un régimen presidencial también representaba una excelente oportunidad para ver la otra cara de los políticos.

No he podido olvidar, por ejemplo, la valentía de Porfirio Muñoz Ledo cuando interpeló al presidente Miguel de la Madrid. También tengo en la memoria cuando Vicente Fox dejó a un lado el formato solemne para saludar al inicio de su discurso a sus hijos desde la máxima tribuna. En fin, aquellos momentos que probablemente tienen que ver más con la anécdota que con la política, le daban un sabor especial a estos actos.

En suma y a pesar de su formato y rígida estructura, estos eventos servían incluso para conocer la comunicación no verbal de la clase política, sus formas y rituales, sus fobias y filias, sus usos y costumbres.

Pero no hay que omitir la esencia republicana de los informes de gobierno. Porque estos actos sirven para que el Titular del Ejecutivo rinda cuentas ante un Congreso. Es decir, era forma de obligar al presidente de exponer sus políticas públicas en un lugar donde podía ser cuestionado. Eso, en esencia, representa una máxima de la democracia representativa. Donde se tiene que rendir cuentas pero también se tiene que aprender a convivir con un órgano plural como es el Congreso.

En este sentido, lo que se logró al pasar de los años es que los titulares del Ejecutivo (a nivel federal y estatal), modificaran los formatos del informe para no ser cuestionados o definitivamente mandaran por escrito un informe para eliminar de tajo la posibilidad de enfrentarse a un Congreso contrario a sus intereses.

De tal manera, que lo que tenemos hoy es algo muy distinto a un informe. Lo que tenemos ahora es una simulación. Se realizan actos hechos a la medida con públicos aduladores que no cuestionan nada. Se cuida al Presidente o Gobernador al grado de tener un espacio amplio en medios tradicionales y también en las redes sociales. Aquel acto republicano se borró de un plumazo en beneficio de aquellos a los que nos les gusta rendir cuentas.

Bajo esta lógica, lo que prevalece en estos tiempos son pequeños mensajes que circulan en redes sociales, anuncios en radio y televisión, espacios de prensa que se adquieren con la intensión de acrecentar los niveles de popularidad de los gobernantes.

Nada de lo que ahora vemos a través de los diferentes medios sirve para informar y menos para rendir cuentas. Por el contrario, son datos y discursos muy cuidados que no dan margen al debate o la disertación.

Por tanto, lo que se está creando es una masa acrítica de ciudadanos que no tiene más remedio que creer lo que a cada momento le dicen a través de “capsulas informativas” llevadas a la mínima expresión para ser digeridas en diez o quince segundos.

Es una pena que con frecuencia se reclame la carencia de una vocación ciudadana por parte de los gobernados mientras que el mismo gobierno hace exactamente lo contrario para fortalecer la vena democrática de aquellos.

Con estos formatos de “informes” que utilizaron recientemente Enrique Peña Nieto, Presidente de México y el gobernador del estado de Hidalgo, Omar Fayad Meneses lo que se está generando es una democracia con ciudadanos zombis que sólo se alimentan de los formatos digitales que utilizan a conveniencia los políticos modernos.

 

 

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