Hace 40 años “no se cocinaba toda la semana, nos bañaban el domingo de ramos para ir a misa y no volvíamos a bañarnos hasta el sábado de Gloria; no se limpiaba la casa y solo se lavaban los platos, no podíamos jugar, gritar ni pelear, y sólo mirábamos en la tele películas de Jesucristo en blanco y negro; si salíamos, era solo a la iglesia”, recuerda Elsa Hernández, quien creciera en el barrio El Mirador.
Es un gusto para ella recordar “aquellos tiempos de Semana Santa”, y compararlos con los actuales, “cuando mi nieto ve la tele todo el día o juega con el celular, grita, llora, se enoja, lo llevan a comer hamburguesas, al cine y unos días a la playa. En la iglesia ya ni se paran.”
Recuerda la ahora abuela, que siendo niña la Semana Santa era una temporada rica en tradiciones: “mi mamá cocinaba desde el fin de semana antes, los charales con nopales en salsa verde, los habas con nopales, lentejas, las tortitas de papa con atún, las sardinas capeadas en salsa verde, mucho arroz y muchos frijoles… solo para calentar.”
Las cazuelas con comida se guardaban “bajo la mesa, bien tapadas, pues no teníamos refrigerador, y milagrosamente la comida no se echaba a perder.”
Eran tiempos en que “todo parecía estar prohibido porque ofendíamos a Dios: no podíamos coser, lavar ropa, ni siquiera jugar a las muñecas, y mi mamá nos hablaba todo el día de lo que Jesús sufrió y de los milagros que hizo”.
Tanta restricción se pasaba por alto si llegaban familiares de Tepito a visitar: “entonces compraban pescado, camarones, pulpo, de todo, aunque a mí no me gustaban, pues aquí solo comíamos charales, atún y sardinas.”
Llegaba el primo adolescente cargando gigantesca “grabadora” y los casetes de Emmanuel o Roberto Carlos. “Mi mamá nos mantenía callados pero al menos escuchábamos música, pues como eran visita, no se les podía pedir que guardaran silencio.”
El Viernes Santo era obligada la visita a la iglesia o a alguna de las nacientes representaciones del viacrucis viviente. “La iglesia de la Asunción estaba llena, no se podía ni pasar, pero había que llegar hasta mero enfrente, a persignarnos ante Cristo. Lo que recuerdo con más alegría era que saliendo nos compraban paletas o raspados.”
Pero al llegar el Sábado de Gloria, todo cambiaba: “nos levantaban casi de madrugada, para ganar buen lugar, y a cargar con el brasero, el carbón, las cazuelas con comida, los bistecs y longaniza, los trajes de baño y las toallas, y rumbo a Sierra Verde, en Huasca.”
En el camino a ese balneario, de agua fría “que ni sentíamos, por el gusto de volver a bañarnos”, se paraban a abastecerse de tortillas, chicharrón, aguacates, papaloquelite, chiles verdes, sandías y naranjas, refrescos de sabor. Qué sábados de Gloria, es lo que recuerdo con más gusto.”
Hoy Mauricio, nieto de Elsa, se regocija con los recuerdos de la abuela, que ve tan antiguos. “Entonces, Mauricio, cuando mi mamá quería sacarnos la verdad, nos preguntaba: ‘si no es cierto, entonces que me muera? ¿lo juras por Diosito?” La respuesta del niño de 10 años no se hace esperar: “¿Y caías abuelita, le creías? ¡A como eras burra!”
“¡Escúchelo! –pide Elsa-. Vea usted… ¡de aquellos tiempos ya solo queda el recuerdo!”