Podemos decir que las políticas públicas son un conjunto de estrategias y acciones llevadas a cabo por una autoridad gubernamental para resolver problemáticas importantes para el bienestar de la sociedad (por ejemplo, la violencia, la atención médica y la salud, la falta de empleo o la baja calidad del mismo, el cuidado del medio ambiente, el sistema educativo y sus consecuencias, entre otros); asumiendo que, sin dicha intervención, el problema puede agravarse, o al menos no desaparecerá.

Una técnica comúnmente aceptada para el estudio de las políticas públicas establece una serie o una secuencia de etapas (dando pie a un proceso) o incluso se plantean bajo la forma de un ciclo; pues bien, ya sea bajo una u otra modalidad, las políticas públicas inician con una identificación de la problemática, el diseño o construcción de las políticas en sí, la ejecución de las mismas y una evaluación de resultados finales o de avances parciales.

Una complicación que los especialistas han tenido que encarar es que hablar de políticas públicas se vuelve complejo pues no es un área de estudio perfectamente delineada, más bien abarca muchas disciplinas científicas (hay autores que identifican más de la veintena) y utiliza varios enfoques de análisis, lo que conceptualmente las convierte en tierra de nadie…y de todos.

A pesar de ello, la ciencia política, la economía y la estadística, tienden a ser las de aparición más frecuente como sustento de los reportes técnicos y/o académicos correspondientes. Autores clásicos como Harold Laswell, la identifican como un área multimetódica, multidisciplinaria y, por origen natural, orientada a los problemas.

En principio, evaluar las políticas públicas es necesario tanto para quienes las instrumentan, como para la población que se supone se verá beneficiada. En la práctica, el desinterés de la ciudadanía tiende a ser muy alto al respecto como para preguntar cómo van realmente dichas políticas (o quizá simplemente están muy ocupados en el día a día y/o carecen de facilidades para hacerse oír); pero, al menos para los agentes decisores, el interés por la evaluación sí ha de ser alto, pues de lo contrario: (a) no tienen modo de saber si sus acciones en verdad están funcionando, (b) o al menos no sabrán en qué grado están teniendo éxito, o bien, (c) no tendrán capacidad para identificar qué cambios deben realizarse de modo que las políticas sean efectivas en los plazos previstos, o incluso, (d) no se enterarán si acaso los objetivos iniciales deben modificarse y por qué.

Sin embargo, en las antípodas, cuando la evaluación se realiza adecuadamente y los resultados muestran cierto progreso, las autoridades pueden estar seguras de que están avanzando en su meta de lograr un mejor estado de desarrollo económico y social para la población a la que sirve.

En cuanto a las metodologías más recientes, el análisis se centra en contrastar cómo se comporta una variable de interés relacionada con los ciudadanos afectados por la política pública en cuestión (por ejemplo, el ingreso, calidad de vida, pobreza, etc.), en referencia a la que muestran aquellas personas o agentes que no reciben dicho tratamiento (claro está, tratando de aislar cualquier otro efecto ajeno a la medida instrumentada sobre dicha variable).

Un aspecto que con frecuencia ha limitado fuertemente los alcances de la evaluación, es la disponibilidad de datos oficiales confiables, aunque se reconoce que cada vez se ha ido subsanando tal deficiencia (bueno, no del todo, al menos no al intentar construir series temporales lo suficientemente extensas). Para este fin, los indicadores son esenciales y es necesario que cumplan con ciertas propiedades para garantizar su utilidad en la evaluación.

Cabe traer a colación que, tanto desde el sector público, como desde las organizaciones de la sociedad civil y los grupos empresariales, se ha escuchado y apoyado en los últimos años frases como “lo que no se mide, no se puede mejorar”, lo cual, aunque no es todo lo que hay que considerar en una evaluación de políticas públicas, sí es una perspectiva bastante atinada. Sin embargo, aún existen grupos extremistas que plantean (muy indignados): “no puedes reducir a una persona a un número”.

Pienso que cualquier padre desea profundamente que sus hijos alcancen el número de años de educación formal que les permita conseguir un empleo estable y bien pagado, sin importar que ese número (la escolaridad) defina algo de ellos tal que signifique una especie de “pérdida de identidad”.

Creo que, si se trata de duplicar o triplicar su ingreso promedio per cápita anual, ningún mexicano se negará a tal efecto multiplicador en sus finanzas personales solo porque aparentemente pierda todo rasgo de individualidad al asociársele con un simple número en la estadística global del INEGI.

Tampoco me imagino a ninguna persona para la cual la vida tenga algo de valor, rechazando un incremento en su esperanza de vida tal que tenga acceso a otros 20 años más de los que originalmente podría disfrutar con buena salud, bajo el argumento de “no, a mí no tomen sólo como un número, eso es denigrante”.

En fin, quitémosle la máscara a este grupo de extremistas: No rechacen los numeritos sólo porque no dominan las matemáticas que subyacen en su manejo; mejor hagamos el esfuerzo y aprendamos lo que podamos de los demás (seguramente todos nos veremos enriquecidos compartiendo puntos de vista), de tal modo que la evaluación con base cuantitativa (pero incluyendo lo cualitativo) llegue a buen puerto; al final, con esta actitud es como la política pública bajo escrutinio será dimensionada adecuadamente y sabremos si conviene mantenerla, si quizá hay que modificarla, o simplemente habrá que descontinuarla. Estimada lectora y lector ¿concuerda conmigo?

 

Eduardo Macario Moctezuma-Navarro

Investigador asociado en El Colegio del Estado de Hidalgo.