En 1994, al igual que muchos mexicanos, me sorprendí por la incursión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a la esfera pública. Esa hecatombe de amanecer en un país donde una guerrilla armada declaraba la guerra al gobierno fue muy difícil de digerir.
Para aquel entonces recién iniciaba la carrera de Ciencia Política en la Universidad Autónoma Metropolitana; y toda mi generación estuvo contagiada por el mismo virus zapatista. Hablamos hasta el cansancio de los posibles escenarios políticos, del futuro del país que había olvidado su historia, de los indígenas que vivían en la miseria, del neoliberalismo rampante, de la crisis más profunda del régimen político mexicano después de 1968, en fin.
Desgastamos mucho papel y saliva para tratar de entender ese convulso 1994. Pero quien definitivamente se llevó noches enteras de discusión era aquel personaje extraordinario que se ocultaba bajo una capucha. El subcomandante Marcos representaba un justiciero; un híbrido entre el viejo y el nuevo México. Con una excelente prosa, con una visión tan idealista, tan desenfadado en su andar. Muy pronto el personaje se volvió un mesías para mi generación. En suma, el incólume Marcos era incuestionable, movía una ceja y nosotros aplaudíamos.
Quizá no debiera reprocharme tanto. Mis referentes históricos me quedaban muy lejos, no había tenido la fortuna de dejarme seducir por el Che Guevara; y aunque conservo varias fotos de él me sigue pareciendo un desconocido. Así que el Subcomandante Marcos llenó esos vacíos a plenitud y muy pronto me sentí identificado con su lucha.
No llegué muy lejos. El boom indígena duro unos años pero se difuminó con mayor rapidez de la imaginada. Al salir de la licenciatura muy pocos recordaban con entusiasmo ese 1994 y su mezcla extraña entre EZLN, Sub Marcos, Tratado de Libre Comercio y otros menesteres que llevaron a México al despeñadero.
En el camino quedó la fallida Consulta Nacional para preguntar sobre el destino del EZLN, las caravanas zapatistas por varios estados, las miles de entrevistas donde el Sub Marcos iba perdiendo gradualmente su sex appeal.
Pasaron los años y nuevamente el olvido se apoderó de Chiapas y de sus hijos desobedientes. En mi abono odié a un experimentado político que sostuvo una vez que “Marcos le había dado más votos al PRI que la CTM” esa afirmación me causó cierta indigestión pero abrió el camino a la sospecha sobre el personaje. Ciertamente en un análisis frío, el EZLN había producido miedo e incertidumbre en el electorado mexicano. Tanto así que los votantes habían preferido mantener en el poder al viejo enemigo. Al partido político tradicional que sabía cómo hacer las cosas. Por cierto, aquel político que se expresó así de Marcos fue Porfirio Muñoz Ledo, quien hasta hace poco fue Presidente de la Cámara de Diputados.
Al cabo de algún tiempo cuando la izquierda electoral gozaba de buena salud el Sub Marcos se ocultó de la escena pública. Si acaso tuvo algunas incursiones en los medios pero su comportamiento mezquino no sumó nada a una posible consolidación de la democracia en México.
Ahora que existe un proyecto de nación impulsado por millones de mexicanos a través del voto, sale nuevamente el Subcomandante Marcos (Galeano) a desdeñar algunas políticas sociales. Lo hace, sin embargo, mermado por los años y la precaria salud. Su ímpetu ya no es el mismo ni sus seguidores los de siempre. Esa generación cautivada por su poesía fuimos utilizados a base de ilusiones ópticas.
Actualmente hay pocas bases zapatistas fuera de Chiapas. Su capital político se encuentra mermado y las amenazas del EZLN son notas que se pierden fácilmente entre otras notas. Es una lástima que los justicieros modernos sean igual que los pasados. Personajes más de artificio que de beneficio.
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