Definitivamente si Felipe Calderón, vestido de militar, dio una patada al avispero de la delincuencia organizada, el operativo militar de la Guardia Nacional y el ejército en Culiacán, el jueves pasado, nos deja a muchos mexicanos una sensación de desamparo.

Sé que en los últimos tres días han corrido ríos de tinta sobre el enfrentamiento en Sinaloa, pero sin entrar en mayores detalles, que ya de eso llenaron sus planas revistas como Proceso, diarios, medios electrónicos y digitales, lo que pretendo es escribir sobre la sensación que deja en el ciudadano de a pie, que no sabe disparar ni tripula autos blindados y que deposita su confianza en la policía local, dicho enfrentamiento.

Crecí hasta la pubertad en un estado, Chihuahua, donde a los seis años aprendí a tirar con rifle de municipios pese a ser “niña”; donde a los 10 años me enseñaron a tirar con un rifle “de verdad” y a celebrar la llegada del Año Nuevo disparando un calibre 22. Donde la palabra armario no se aplica para el ropero o closeth. Y no me gustó.

Fui feliz a mi llegada a la Ciudad de Mexico, y después a Pachuca, donde he vivido en un clima de seguridad, de respeto, de tranquilidad, aunque enterándome de la violencia que cimbra a mi tierra natal, a muchos estados del país, y deseando, aunque sin lograrlo, traer a mi paraíso a quienes amo y aún viven allá.

He sido víctima de la delincuencia, no lo niego: abrieron mi casa hace más de 30 años y pretendían robarse la licuadora, la batidora, una secadora para el cabello y un pequeño televisor; sólo consiguieron llevarse una cámara fotográfica y un billete de 100 pesos que deje sobre la mesa. Fue tal mi miedo, que siendo claustrofóbica mandé colocar una reja de metal en la puerta principal que pasados unos días, jamás he vuelto a cerrar con llave.

Mis hijos, desde los 13, 14 años de edad, acudieron al cine con los amigos, a campamentos, a fiestas, tocándome sólo la tarea de pasar a recogerlos si ya pasaba de las 22 horas.

Mis sobrinas en Parral, de 19 y 15 años, jamás han ido al cine sólo con amigas; a fiestas, sólo familiares y acompañadas de sus padres, y ni pensar en una acampada en el Ojo de Jiménez o el Valle de Allende.

He ahí la diferencia. Ese es el nivel de peligro que he vivido en Hidalgo.

Sin embargo como millones de mexicanos más, vi con horror las imágenes de una ciudad de Culiacán convulsionada.

Como mujer, madre, ciudadana, escuche las explicaciones oficiales de lo ocurrido y leí declaraciones de exfuncionarios de la DEA, de peritos mexicanos, de los propios criminales. Y mi temor se acrecentó.

Cometer errores es de humanos pero hay de errores a errores. Los que se cometen por no contar con la información suficiente o verídica, con una acertada planeación, y los que se cometen por incapacidad o imprudencia.

Lo ocurrido en Culiacán mostró la realidad: el pesado armamento que poseen las células criminales, el elevado número de quienes las integran, una logística de primer orden y la superioridad que, en general, tienen sobre las fuerzas del orden.

Me sigo preguntando hasta el momento cómo la Secretaría de la Defensa Nacional autorizó un operativo de tal magnitud, cuando la orden presidencial ha sido la de no disparar contra los delincuentes, la de no seguir pateando el avispero. ¿Qué esperaban que sucediera entonces?

Y la falta de respuesta me genera un mar de especulaciones que profundizan mi sensación de inseguridad y mi temor de que la oleada de criminalidad alcance a mi paraíso.
Estoy de acuerdo en cerrar filas en torno a Andrés Manuel López Obrador, ¿pero que más que el cierre que se dio en julio del 2018? Y no quiero ver caer cabezas, exijo efectividad.
dolores.michel@gmail.com