Ahora que estamos pasando por la parte crítica de la epidemia de COVID-19 resulta más notorio que una enfermedad viral no es el mayor problema que puede enfrentar el país. De hecho, es inocultable que diferentes flagelos azotan al país de manera simultánea desde hace varios años.

Uno de los más vergonzosos es la epidemia de prejuicios que han causado agresiones contra el personal médico que combate la pandemia. Ofender, discriminar o lanzar desinfectante a médicos y enfermeros es una muestra de qué tanto nos puede mover el temor ignorante ante las formas en que se propaga la enfermedad. No sorprende, porque ante el miedo se suele sobrerreaccionar.

Pero el temor no se restringe a la enfermedad. El ominoso presente, con sus recortes de personal, vacaciones forzadas, reducción de horarios de trabajo o simples y llanos despidos, se suma al miedo a la enfermedad. Y sólo mayor que el miedo a este presente de confinamiento es el temor a un futuro terriblemente incierto.

Pero también hay una epidemia de valemadrismo, de irresponsabilidad transformada en virtud, en gracia boba. Reuniones sociales, fiestas y convivios que se realizan al margen de cualquier norma o recomendación sanitaria. La sana distancia puede funcionar en ciertos momentos, pero no cuando hay que brindar por los niños, por la madre o por el simple gusto de festejar que el coronavirus no nos ha hecho nada. El confinamiento, con alcohol, se vuelve no solo tolerable sino hasta deseable.

Las ganas de no ver o de eludir la pandemia se transforma en epidemia de paranoia: no creer que la enfermedad existe, “se me hace que nada más inventan”, “mueren de cualquier cosa y ya dicen que coronavirus”. Si hacemos como que no existe, probablemente la enfermedad desaparezca. La ignorancia de la cuestión se transforma en exorcismo y panacea. Decreto que la pandemia no existe, el SARS-CoV-2 es una fantasía. Pero al abrir los ojos, las estadísticas de contagios y defunciones siguen ahí.

La epidemia de frases desafortunadas que se disfrazan de grandes argumentos también se propaga, de boca en boca y a través de las redes sociales. “Pues díganme qué debo hacer: me muero de hambre o me muero de coronavirus”; “esto lo inventaron los chinos para fregarse a los gringos y ni cuenta se dieron”; “esto lo inventaron para tenernos controlados” y un largo etcétera.

Tal vez la más dolorosa es la epidemia de misoginia y violencia hacia la mujer. (No es lo mismo: la primera es odio, la segunda es acción canallesca). No es nueva, pero se ha recrudecido como nunca. Es una plaga que parecía estar moderándose, pero ha resurgido con más fuerza que nunca.

Pero la epidemia de corrupción es algo que hemos padecido de forma endémica. Subir de precio a los cubrebocas y guantes, pero también a insumos básicos: la tortilla, el jitomate, el huevo y lo que quieran. Faltaríamos a nuestra esencia mexicanísima si no viéramos en cada desgracia una oportunidad de llevar el agua para nuestro respectivo molino. Y para este mal no se ha encontrado ninguna vacuna aún.