Las alertas de las organizaciones mundiales comenzaron pronto; las recomendaciones para evitar el contagio y propagación del virus parecían sencillas, bastaba con lavarnos las manos, restringir nuestros encuentros y cubrir el estornudo con el codo. Para ese momento, aún estábamos a salvo. Pero el virus se abrió paso entre nosotros y, para mediados de marzo de este año, una cuarentena obligada nos hizo extremar las medidas de prevención.
Un nuevo mandato mundial llegó a nuestro país, el de permanecer en nuestras casas. Con esta decisión, los efectos de la pandemia comenzaron a hacerse visibles. Los centros de trabajo de actividades no prioritarias debieron suspender o dosificar actividades, los espacios de esparcimiento y entretenimiento dejaron de funcionar, la escuela debió trasladarse a la casa y la calle se convirtió en territorio prohibido.
Nuestras vidas cambiaron de golpe, se pusieron en pausa. Y fue en ese silencio cuando las reflexiones sobre este momento histórico comenzaron a surgir, porque pensar en el caos del mundo abrió todas nuestras viejas heridas sobre lo que significa vivir en esta realidad llena de desigualdades.
La crisis originada por el COVID-19 ha revelado la fragilidad del sistema y nos ha obligado a pensar nuestros derechos y nuestras obligaciones como ciudadanos y replantear y cuestionar las formas en que las ciudades son gobernadas y manejadas desde el poder.
Aunque el debate sobre la forma de vivir en las ciudades tiene un largo camino recorrido, esta crisis nos ha devuelto la mirada al tema de la ciudad, por ser un gigantesco escenario para el ejercicio del poder en el que convergen muchos de los procesos que mantienen a las economías vivas a costos sociales que poco podemos imaginar.
En una ciudad hay gente que tiene casas, que tiene hijos que van a escuelas; gente que tiene un trabajo al que tiene que llegar por algún medio de transporte; gente que necesita servicios de salud, alimentos, lugares de esparcimiento, gente que tiene derechos que no se les pueden garantizar.
Porque en una ciudad también hay gente que no tiene casa ni trabajo, o que la casa que tiene es apenas un cubo de material frágil en calles sin drenaje, sin pavimento, sin oportunidades. Hay gente que vive de rentas y otros quienes las pagan, hay gente que vive debajo de un puente, que no sabe leer, que no sabe escribir, gente que si enferma, no puede ir a un hospital.
En una ciudad hay problemas. Todos estos problemas estaban aquí desde antes de la pandemia y seguramente seguirán cuando esto termine. Pero como lo dicta un viejo adagio: en donde hay problema, nace un derecho. En el caso que nos ocupa, si los problemas estaban ya desde antes, y están aquí ahora con mayor claridad ¿Qué pasa con los derechos? ¿Qué son, entonces? ¿Promesas? ¿La narrativa de un mundo ideal? ¿Pretextos para la proliferación de instituciones multinivel a lo largo del mundo?
Durante décadas hemos pensado a los derechos humanos y a todos los organismos que los tienen como causa, como grandes observadores de la realidad.
Sin embargo, hay situaciones que se les escapan. Hoy en día aún existe un largo debate para reconocer el derecho a la ciudad, un derecho humano emergente de carácter colectivo que pone de manifiesto que en las ciudades hay una interdependencia de todos los derechos humanos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.
La emergencia sanitaria ha agudizado todos los problemas de la ciudad, ha hecho visibles las fallas en nuestra forma de transportarnos, en la incapacidad de la economía local para sostenerse frente a una situación de riesgo, la fragilidad del espacio público, la calidad de la vivienda y la triste realidad de nuestras condiciones laborales.
La crisis del COVID-19 desató la violencia doméstica, el trabajo de cuidados que tenemos las mujeres, las formas de violencia sobre los cuerpos discapacitados, los cuerpos infantiles, los cuerpos viejos. Puso en jaque al comercio informal, al, al trabajo sexual, a la gente que vive al día; disparó nuestros niveles de ansiedad, nuestra falta de civismo, nuestra incapacidad para atender a las indicaciones de las autoridades. Nos enfrentó a lo que somos en realidad.
Sin embargo, entre todo este huracán, no todo ha sido negativo, pues de la crisis han surgido nuevas formas de habitar y gestionar algunas ciudades (no la nuestra, aún), hay casos en México y el mundo en los que nuevas propuestas de gestión de la ciudad, que a través de intervenciones emergentes han intentado palear las consecuencias de la pandemia y que han podido movilizar a los ciudadanos en función de temas de carácter urbano que antes no se veían como prioritarios.
Esta experiencia histórica es una oportunidad para pensar en los problemas de la ciudad como catalizadores de nuevos derechos y, por tanto, de nuevas estrategias que tengan como ejes la vivienda, el transporte público, la movilidad sustentable, el derecho a la belleza de las ciudades, el derecho a un espacio público digno y cualquier situación que impacte en la calidad de vida de los habitantes de una ciudad.
Ésta puede ser también una invitación a pensar en los derechos humanos de forma más innovadora e integral, de hacerse preguntas sobre los caminos posibles para recuperar la ciudad y de mirar más allá de lo obvio, de lo que siempre ha sido, porque entre toda la incertidumbre que ha provocado el COVID.19, una de las pocas certezas es que el futuro del mundo está en las ciudades.
*Investigadora Honorífica de la CDHEH