Francisco I. Madero, un espiritista consumado y con un amor enorme hacia quien sería su esposa y compañera de toda la vida (Sara Pérez), se arriesgó ante todo para continuar con sus ideales hasta la muerte; un hombre de esta talla solo pudo tener una vida llena de historias que contar tanto místicas, espirituales y por supuesto amorosas.

Analicemos una de ellas:

La historia de amor entre Francisco I. Madero y Sara Pérez no había sido fácil. Algunos años antes de contraer nupcias en 1903, cierto afán machista y conquistador se apoderó de Madero y decidió poner fin a su noviazgo con una joven de San Juan del Río, Durango; amiga de sus hermanas. Mientras Francisco “le daba vuelo a la hilacha”, Sara estaba sumida en una profunda tristeza. El tiempo le hizo justicia y el destino le puso una dulce venganza en charola de plata.

Cansado de una vida de disipación y libertinaje –todo un crápula– Madero se dio cuenta que Sara era el amor de su vida y decidió buscarla. Los espíritus le “advirtieron” que debía purificar su alma evitando los placeres carnales y que mucho le costaría recuperar el amor perdido:

“Tu bien sabes el mal que hiciste a Sarita y es mejor que expíes el mal que has hecho. Espera con paciencia y no vayas a faltar a las leyes de Dios sobre todo al 6º mandamiento [no fornicarás] como parece que estás tentado de hacerlo y pronto encontrarás una compañera digna de ti y que te haga feliz”.

Don Francisco rogó. Escribió decenas de cartas pidiendo perdón, suplicando una nueva oportunidad. No perdía la esperanza de recuperar su confianza. Después de un tiempo de hacerlo sufrir, Sarita abrió nuevamente su corazón. Madero siempre consideró a su esposa como una bendición de Dios destinada para él. Su apoyo fue imprescindible para la cruzada democrática que desarrolló a partir de 1909. Con diez años de vida, su matrimonio fue interrumpido por las balas de la traición.

El 9 de febrero de 1913 estalló la Decena Trágica. Aquel domingo por la mañana fue la última vez que doña Sara vio con vida a su esposo.
Cuando el presidente fue notificado que una parte del ejército había fracasado al intentar apoderarse del Palacio Nacional, ordenó que se alistara su montura. Sin mucho tiempo, dirigió una última mirada a su esposa y la abrazó con todas sus fuerzas pidiéndole que tuviera fe. Días después, el 23 de febrero, doña Sara fue notificada del asesinato de su

“Panchito”.

En un acto supremo de amor y fortaleza, la viuda se presentó a reclamar el cadáver. En cuanto cruzó la entrada principal de la penitenciaría su respiración se tornó extremadamente agitada; conforme se internaba por los pasillos de la prisión, la excitación aumentaba. De sus ojos no podían brotar más lágrimas. Antes de dar el paso definitivo, respiró profundamente y haciendo un esfuerzo supremo dejó de temblar. Caminó con firmeza hacia la enfermería y observó por fin, frente a ella, el cuerpo de su marido.

Parada a los pies del cadáver, doña Sara contempló durante algunos minutos los restos de su querido Francisco. No prestó atención a la mortaja; su mirada se posó de inmediato sobre el rostro de Madero. No mostraba gesto alguno de dolor o sufrimiento. Parecía dormir profundamente. Se veía lleno de tranquilidad. Podía decirse que verdaderamente dormía “el sueño de los justos”. Con toda la ternura de su corazón y con la devoción de su gran amor se despidió para siempre. Lenta, muy lentamente, acercó sus labios, y con suavidad depositó un último beso, lleno de recuerdos, en la helada frente de su amado recordando aquellas palabras:

“Te aseguro, cielo mío -había escrito Madero años atrás- que muy pronto terminará esta situación y podrás disfrutar de esa dicha sin mezcla alguna que crees no encontrarás nunca. Ya has tenido tus temporadas felices, pero te aseguro que después de esta ruda prueba por la que pasamos, días llenos de ventura nos esperan… sin nubes que turben nuestra felicidad”.

Y en silencio, como un fantasma, doña Sara se retiró de aquel lugar.

Porque no es chisme… ¡Es historia!